"La Rivista di Engramma (open access)" ISSN 1826-901X

212 | maggio 2024

97888948401

El instante del arte

Tàpies, la pintura, el despertar

Eduard Cairol

English abstract

“Le génie est l’œuvre de l’instant”
Denise Diderot

Imagen de Tàpies

Ferran Sendra, Tàpies en pleno proceso de creación de una de sus obras, en los años 80.

Desde hace ya bastante tiempo, siempre que pienso en la figura de Tàpies acude a mi memoria una imagen del artista que aparece en el documental de Daniel Hernández, A. T. Alfabet Tàpies (52’, España 2004). En dicha imagen el pintor se nos muestra en su estudio de Campins, en las cercanías de Barcelona, ataviado con un sencillo pijama a rayas oscuras, visiblemente arrugado, y unas zapatillas de andar por casa. Su aspecto hace pensar en algunos de los autorretratos del pintor británico Lucien Freud, donde el artista aparece medio desnudo, con unos pantalones viejos y unas botas desabrochadas como único atavío, en la soledad de su estudio; o bien en el escritor ilustrado francés Denis Diderot, retratado deshabillé por Fragonard, o disertando a propósito de su amor por la vieja ropa de estar por casa (en Regrets sur ma vieille robe de chambre).

En el caso del artista catalán, aparece dando vueltas alrededor de un lienzo tendido horizontalmente sobre el suelo, lenta y ceremoniosamente, como si ejecutara un misterioso ritual (parecido a las circunvoluciones de los fieles musulmanes en la mezquita de La Meca, alrededor de la Kaaba, recinto sagrado de forma cúbica que alberga la no menos célebre piedra negra, cuya antigüedad se remonta a los tiempos de Adán y Eva). Si prestamos atención a sus manos, veremos cómo se mueven acompasadamente, girando por las muñecas, y chasqueando los dedos a ritmo regular, tal como hacen algunos músicos inmediatamente antes de su ejecución. Resulta muy difícil concebir nada más alejado de la imagen, tan impregnada de glamur, del artista consagrado, y en la cima de su gloria. Más bien se diría un anciano que se mueve arrastrando los pies con aire un tanto ausente. Sin embargo, si nos fijamos mejor, todo en el cuerpo del pintor refleja una lúcida tensión, un esfuerzo por mantenerse alerta, por permanecer atento a un objetivo, a una presa invisible (para nosotros espectadores, no para él) que se dispone a cobrar. Como un ave, describiendo amplios círculos antes de precipitarse como un rayo sobre su víctima en el momento preciso, cuando más elevadas son sus probabilidades de éxito. O como un arquero que se prepara para soltar súbitamente la cuerda y lanzar la flecha en dirección al blanco.

¿Qué significa, pues, esta especie de extraña danza ritual, de vuelo en círculos? ¿Qué, este rítmico y repetitivo movimiento de los dedos y las manos? ¿Para qué tanta preparación, a guisa de calentamiento, antes de tomar los pinceles? ¿Qué es lo que parece estar esperando el artista, como al acecho de que algo situado más allá de su voluntad finalmente acontezca?

Ex Oriente lux

Pocos son los artistas que, como Tàpies, cuentan entre la bibliografía secundaria que se ha ocupado de ellos con un estudio dedicado exclusivamente a su relación con el arte y la filosofía orientales. El autor de dicha obra justifica, al principio de esta, su propósito con la referencia a una declaración en la que el pintor le enumeraba sus principales influencias, entre las que situaba el pensamiento y la cultura del lejano Oriente (Permanyer 1983, 12). Pero en sus propias memorias, Tàpies relata emocionado cómo ya su padre – poseedor de una amplia biblioteca doméstica, con más de tres mil títulos según recuerda – le habría transmitido ya, siendo apenas un muchacho, su admiración por el mundo oriental como la cuna de la auténtica sabiduría (Tàpies 1977, 89-90). Es precisamente en este contexto, el de su perdurable afición por la cultura de Oriente y ya en los inicios de su carrera como artista, cuando se refiere al hábito de caminar rítmicamente por su habitación, como lo hacen – afirma – los arahats o monjes budistas, en un estado de meditación intensa (Tàpies 1977, 291). Un hábito al que se habría referido también en otras ocasiones más, como al periodista Miguel Fernández-Braso “A voltes estic durant una estona caminant rítmicament per l’estudi, excito la imaginació i arribo a provocar-me una determinada imatge que no trobava” (Permanyer 1983, 139). Esta práctica, de origen oriental y relacionada por tanto con la intensificación del estado de meditación, sería tan importante para el pintor barcelonés, que le ha dedicado un capítulo autónomo de su autobiografía (fragmentaria), y precisamente el que sirve como colofón a esta: L’Orient i la pràctica de caminar. Y sin embargo lejos de tratarse de una aproximación monográfica al tema del caminar en el marco de la espiritualidad oriental, el capítulo citado presenta más bien un conjunto misceláneo de materiales (la vida cotidiana de Tàpies y su esposa Teresa incluyendo el nacimiento del tercer hijo, su introducción progresiva en la escena artística de Nueva York, etc.), con una atención especial al compromiso político del pintor en la Catalunya de Franco, durante los años cincuenta y sesenta. Pero, en medio de todo ello, no falta tampoco la referencia a su creciente familiaridad con el mundo oriental, sea a través del trato directo con artistas e intelectuales principalmente procedentes de Japón, o del estudio de los clásicos y de bibliografía especializada sobre la cultura y el arte chinos y japoneses (Lin Yutang, Alan watts, Aurobindo, y, sobre todo, el maestro Daisetz T. Suzuki).

Así, tras haberse iniciado en el pequeño vehículo o budismo hinayana, Tàpies señala una mayor afinidad con la variante mahayana (o el así llamado gran vehículo que del norte de la India pasará al Tíbet, China y finalmente a Japón), en especial el t’chan chino y el zen nipón. Dice el pintor que él en particular y la mayoría de los artistas occidentales en general acostumbran a elaborar mucho sus obras (a pelearse, dice), para finalizar con un resultado lo más sencillo posible. El pintor oriental, en cambio, acostumbrado al ejercicio de la escritura y la caligrafía (que al realizarse directamente con tinta sobre papel no admiten rectificaciones), acomete su obra de una forma más decidida y segura, menos dubitativa o vacilante. Ello se debe, afirma Tàpies, al estado de elevada concentración que ha alcanzado previamente gracias a la práctica de un refinado ceremonial. Así, en Oriente el artista consigue llegar a la desnudez necesaria para elevarse hasta el pensamiento lúcido que le permitirá a su vez acometer el trazo certero para crear las formas sin posibilidad de corrección con un gesto preciso (Tàpies 1983, 365). Todo un tratado de arte y estética oriental se encuentra contenido en estas breves líneas, como ya veremos. En otra ocasión (una entrevista concedida a Julià Guillamón), ha declarado el pintor: “No crec que es pugui posar al costat una pintura meva i una oriental i trobar-hi pas gaires semblances” (Tàpies [1996] 2010, 81). De acuerdo. Y sin embargo pese a lo que ya se nos ha declarado más arriba, continúa diciendo la misma cita del pintor: “En la meva obra, hi ha algunes similituds amb les cal·ligrafies xineses i japoneses” (ibíd.). Entonces, ¿es que sí (se parecen) o más bien no?

El camino del despertar instantáneo…

Aunque pueda parecer contradictorio (como pintor occidental bien poca relación tiene con los artistas orientales; en cambio sus obras sí se parecen a las caligrafías de estos últimos), Tàpies sabe muy bien lo que dice. De hecho, de la lectura de sus artículos y textos se desprende que muy pocos artistas (e incluso escritores) poseen una inteligencia tan lúcida como él (sostiene Permanyer que Tàpies es un filósofo que pinta. Si eso es cierto, añadimos nosotros, se entiende que cite a Duchamp como uno de los artistas con los que tiene mayor afinidad). Pues, en efecto, sin ser para nada un artista oriental su obra presenta semejanzas con la escritura y las caligrafías de China y de Japón; o sea aquellas artes en que la ejecución viene precedida por un ritual que induce en el calígrafo un estado de desnudez e intensa concentración, que le permiten acometer con seguridad el trazo preciso. Y esto es gracias a que él mismo, Tàpies, ha adoptado de estos artistas calígrafos orientales una de las prácticas que les ayuda a entrar en el estado de concentración necesario antes de realizar su obra, en este caso, el ejercicio de caminar rítmicamente, que, como ya sabemos, le permite entrar en un estado de intensa meditación como si de un ritual se tratara.

Decíamos antes que Tàpies (aunque a través de un estilo de escritura que evita cuidadosamente sonar erudito, más bien parece tratar de disimularlo) era muy lúcido en todas sus afirmaciones. Y, en efecto, sabe muy bien de lo que está hablando, lo hace siempre con pleno conocimiento de causa. Un excelente ejemplo de todo esto es el texto titulado muy significativamente por cierto L’instant de l’art, publicado en 1975 en el rotativo “La Vanguardia” y reproducido posteriormente en el libro La realitat com a art (1982). Encabezado a modo de exordio por una breve cita sobre el Tao, al que se le atribuyen un eterno presente y la condición más allá del tiempo (sense pressa i sense temps, se nos dice), el artículo empieza inesperadamente hablando de la oportunidad primero en materia de arte y a continuación ya en materia política. La oportunidad en relación con el presente histórico: este parece ser, en una primera instancia, el tema de la colaboración periodística de Tàpies. Sin las referencias al contexto, el contenido del artículo resulta un tanto oscuro; parece dar vueltas sin un propósito claro. Se diría que el artista plástico no maneja con facilidad la herramienta del lenguaje. Y, sin embargo, tan abruptamente como al principio dejó de lado el tema del Tao para entrar en la política, ahora introduce lo que parecía prometer ya el encabezamiento sin acabar de decidirse a abordar (el conjunto del texto, con sus repetidas maniobras de distracción, parece una ilustración del Arte de la Guerra, el célebre tratado de Sun-tzu). Reaparece el motivo, apenas esbozado antes en un contexto artístico y político, de la oportunidad del momento, ahora como “el moment just” (Tàpies [1996] 2010, 190). Las corrientes de arte de vanguardia, como el Surrealismo, con su sentido del presente y de sus retos (artísticos y políticos), algo saben de esto.

Como también sabían, mucho antes, las viejas tradiciones y sabidurías orientales. Se trata de aquí de “allò que el Zen va a nomenar camí del despertar instantani”; un despertar que no se refiere a otra cosa excepto a un “viure plenament, amb un intens discerniment […] de l’ara i l’aquí. Per al savi, no hi ha altre temps que aquest” (ibíd.). Todo lo demás son abstracciones.

…O el Samadhi de la tinta

Decíamos hace un momento que Tàpies sabe de qué habla. Al despertar instantáneo de que nos hablan las viejas tradiciones y espiritualidades orientales se llega, advierte, desde determinados estados mentales. Y, ¿de qué estados mentales se trata? ¿Acaso de la desnudez y la intensa concentración que hemos hallado más arriba en los pintores y calígrafos orientales, previa al gesto del trazo definitivo en sus obras sobre papel? En otro artículo, este publicado en 1977 en el diario “Avui” y reproducido en el libro citado del pintor, Tàpies concentra toda su atención justamente en el vacío, entendido a la vez como categoría metafísica y estética. La pintura i el buit está, en efecto, encabezado por una breve cita de Shi Tao que relaciona entre ellos la práctica de la pintura con un estado de desnudez interior (el cor desprès: un corazón desprendido), que equipara al vacío. Dice Tàpies que si bien para un occidental los progresos de todo tipo se identifican con la acumulación para un adepto del budismo mahayana coinciden más bien con las ideas de ignorancia y pobreza, que desde el punto de vista ontológico llamamos Vacuidad y desde un punto de vista psicológico inocencia, o ausencia del Ego (Tàpies [1996] 2010, 210). Y esto se traduce, finalmente, en la idea búdica de la acción realizada inocentemente, sin esfuerzo y sin lucha (anâbhoga-caryá).

Tal y como señala Tàpies a continuación, esta idea tiene mucho que ver con el arte, con la psicología del artista y con la creación artística. En realidad, dicha idea se encuentra en la base misma de su mejor estética, nos dice el pintor (con lo cual quiere decir que va incluso más allá del arte en la acepción estricta). Pero ¿en qué sentido ello es así? En tanto que existe toda una tradición oriental que sabe que es tan sólo a través de una espontaneidad pura y vacía como el artista llega hasta la raíz de todas las cosas, y así se vuelve capaz a su vez de seguir la norma suprema o método de la pincelada única. Expresado aún, en otros términos, se trata ahora del también llamado samadhi de la tinta, es decir, de “tota una técnica d’encara-s’hi [a toda tarea artística o más bien a toda actividad estética] fent el buit de pensament” (Tàpies [1996] 2010, 211). En síntesis: el artista oriental da su mejor versión de sí (o la pincelada de trazo único) cuando consigue desprenderse de su propio ego alcanzando así un estado de vacío interior (vacío de pensamiento) al cual llega gracias a una concentración intensa que a su vez es favorecida mediante la práctica de ciertos ejercicios rituales

Esto le permite realizar una acción inocente, es decir, sin esfuerzo y sin lucha. Se trata, también, del no actuar (wu-wei) del taoísmo, que no deja nada por hacer. ¿Y de dónde ha sacado Tàpies, todo esto? Las fuentes del pintor son de fiar, sin duda. En su artículo cita muy especialmente uno de los textos fundamentales del mahayana: el Sutra del Diamante.

El arte del tiro con arco

No es, como decíamos, una mala recomendación, esta de Tàpies al lector: que acuda al Sutra del Diamante (en realidad la traducción debería ser: Diálogo de la sabiduría suprema que corta [que suprime las dificultades] como si fuera un diamante). Este texto, uno de los principales del budismo en su vertiente mahayana, traducido también al chino desde el original sánscrito y que cabría contar entre las fuentes del t’chan (y posteriormente del zen japonés), insiste reiteradamente en la idea de la vacuidad, es decir, en la mutua dependencia entre sí de todas las cosas (seres o pensamientos, valores y doctrinas). Nada en este mundo posee identidad propia. Todo es sin entidad: vacío. El diálogo lo repite con insistencia, pues se trata de un texto de uso litúrgico utilizado en los monasterios y, por tanto, en recitaciones de carácter ritual, tal vez incluso cantado. Nada ha predicado nunca el Buda, puesto que no existen seres a los que iluminar ni tampoco salvación (o nirvana) alguna que alcanzar. El objeto o propósito del texto no es otro que revelar en el lector o audiencia un pensamiento sin pensamiento o sin contenido, vacío, por lo tanto, que, de este modo, hace posible lo que él mismo denomina la práctica sin conflictos. Este pensamiento situado más allá de toda contradicción es tal vez lo más parecido al no entender entendiendo de santa Teresa en nuestra tradición. El samsara es ya el nirvana. Todos los opuestos se conjugan y se resuelven en la vacuidad.

Tàpies habla de ignorancia, inocencia y pobreza…, y sabe de lo que habla, aunque no tiene más remedio que admitir que está más allá de todo acceso mental, de toda comprensión intelectual. Un andar sobre las aguas. Habla también el pintor de método del blanco que vuela (ibíd.), a propósito de la estética y del arte orientales, la caligrafía y la pintura. ¿A qué se está refiriendo? En el pasaje de sus memorias donde enumeraba las obras de literatura especializada que le habían ayudado durante años a penetrar en la comprensión de la cultura y las diversas tradiciones de Oriente, Tàpies citaba una colección sudamericana en cuyo catálogo, junto a Suzuki o Watts, figuraban autores como Zimmer o Herrigel. Es poco probable que se trate, en el caso de Herrigel, del texto La vía del zen, sin lugar a duda menos conocida, y parece en cambio que Tàpies se podría estar refiriendo al auténtico best-seller del alemán: El zen en el arte japonés del tiro con arco.

La obra, como es bien sabido, relata el aprendizaje del autor (durante los años en que impartió clases de filosofía en la Universidad Tohoku de Sendai) del arte tradicional japonés del tiro al arco, bajo la dirección del conocido maestro Awa Kenzo. No es este momento de resumir y comentar el contenido de una obra traducida a numerosas lenguas, y que cuenta con innumerables ediciones en todo el mundo. Digamos, sólo, que por lo que respecta al tema que nos ocupa aquí, el texto de Herrigel ilustra a través del arte de la arquería (pero también con referencias a la caligrafía, a la esgrima, a la pintura, etc.), lo que de un modo más general hemos visto hasta ahora. En realidad, los reiterados obstáculos a que se enfrenta el autor en el manejo del arco tradicional japonés se resumen en uno: no consigue desembarazarse de su propio ego, que reaparece como voluntad, deseo o interés por progresar, dominar o acertar en sus objetivos. “El arte verdadero […] es sin fin, sin intención” (Herrigel [1948] 2003, 55). Lo que hay que hacer es desembarazarse de su propio yo, dejando atrás – insiste el maestro – todo lo que uno es, lo que posee, etc.

El arte del tiro con arco (y 2)

Se trata de un estado en el que uno no piensa, ni proyecta, ni espera nada concreto, y al cual todo egoísmo y toda intención son por tanto extraños. Se trata de un estado en el que uno no piensa, ni proyecta, ni espera nada concreto, y al cual todo egoísmo y toda intención son por tanto extraños. Dicho estado precede a la pincelada del pintor, al trazo del calígrafo, al mandoble del samurai con su espada o al paso de danza del bailarín. Es un estado – recordemos las palabras del propio Tàpies – de pureza y desnudez interior, de intensa concentración. ¿Cómo se alcanza dicho estado? Herrigel coincide con lo que nosotros ya sabemos. El maestro de cualquiera de las disciplinas tradicionales anteriores ejecuta personalmente siempre él mismo los actos preparatorios, sin confiarlos a ningún discípulo o asistente, de manera minuciosa, como si estuviera solo, dice el autor, con una concentración absoluta de todas sus energías físicas y anímicas. En el caso del pintor, examina sus pinceles, los prepara con cuidado y los coloca. Sitúa la hoja de papel en su lugar. Y después “pinta, con trazos rápidos, de una seguridad absoluta, un cuadro que ya no es posible ni necesario retocar” (Herrigel [1948] 2003, 72). Lo mismo vale para el maestro en el arreglo floral tradicional o ikebana cuyo ritual preparatorio describe el autor a continuación.

¿Por qué – se pregunta Herrigel – el maestro no confía a un ayudante esta serie de actos preparatorios que en cambio lleva a cabo él mismo incansablemente sin omitir ninguno, y con una insistencia que puede llegar a resultar incluso pedante? “Si se aferra de este modo a la tradición, es porque el maestro sabe por experiencia propia que los actos de preparación de su obra tienen por efecto producir el estado de concentración necesario para la creación” (Herrigel [1948] 2003, 74-75). Continúa diciendo el texto: “Es a la calma meditativa con la que los ejecuta, a lo que debe su desenvoltura, la influencia decisiva de la armonización de todas sus potencias” (Herrigel [1948] 2003, 75). Así conducido, termina diciendo el texto, sin ninguna voluntad de intervención, hacia la realización de la obra, esta terminará haciéndose por sí sola. ¿Y acaso no podemos llamar a esto samadhi de la tinta (que fluye sobre el papel por ella misma) o blanco que vuela? Así es también, efectivamente, como la cuerda tensa del arco se suelta, sin intervención, y la flecha parte hacia la diana.

El maestro, ante los repetidos fracasos de Herrigel, insiste todavía. Hay que acometer y realizar la ceremonia previa como un bailarín. Si se ejecutan los actos preparatorios como si se tratara de un baile, que se desarrolla por sí mismo, no meramente de memoria sino creado cada vez de nuevo expresamente, llega un punto en que la danza y el bailarín no son sino una sola cosa. “Si se procede la ceremonia como una danza ritual, el grado de alacridad espiritual llega al máximo” (Herrigel [1948] 2003, 96). Esto es lo que el texto denomina en otro lugar la presencia de espíritu: la que se da cuando el espíritu es omnipresente, justamente, porque no se ha fijado ningún fin ni objetivo determinados (Herrigel [1948] 2003, 65). Y, sin embargo: “Ninguna obra perfecta puede nunca surgir sin […] esta presencia de espíritu” (Herrigel [1948] 2003, 75).

El grosor de un cabello

Independiente de toda premonición, de todo propósito o voluntad conscientes, la acción surge así en el artista (sea este arquero, calígrafo, pintor o espadachín) sin que entre la percepción (en sentido lato: puede ser una sensación, o bien una idea) y la respuesta mediare ni tan sólo el grosor de un cabello. Se trata de una expresión terminológica de la filosofía oriental para referirse a esta espontaneidad del acto realizado, según lo hemos visto ya, sin esfuerzo y sin lucha. Tàpies sabe también en este caso muy bien de qué se trata, a saber: lo que los occidentales hemos perdido al parecer para siempre, al comer el fruto del Árbol del Conocimiento (Tàpies [1996] 2010, 210). Resulta muy difícil no recordar aquí por un lado al poeta T. S. Eliot hablando de la sombra del pensamiento, que se interpone entre la idea y el acto (en la quinta y última sección, del poema The hollow Men, de 1925); y al no menos conocido texto del escritor alemán Heinrich von Kleist (1777-1811) sobre el teatro de marionetas, donde se afirma que la inocencia original (la marioneta, que no ofrece resistencia alguna al actor que la maneja) sólo puede ser recuperada cuando se alcanza el grado superlativo de sabiduría y conciencia (en el ángel). Leemos, un poco más adelante, en el tratado de Herrigel sobre el arte tradicional japonés del tiro al arco: “La pintura china con tinta hace patente la maestría en la mano que, en plena posesión de la técnica, ejecuta y hace visible su sueño […] sin que medie, entre la concepción y la realización, ni el grosor de un cabello” (Herrigel [1948] 2003, 124). Cual escritura automática.

Es Diderot y su artículo sobre el genio escrito para la Enciclopedia quien nos viene ahora a la memoria. Dice allí Diderot: el genio es el producto del instante (mientras que el gusto es el resultado de los años de estudio y dedicación). En este punto, al menos, parece que hay acuerdo entre la estética occidental y Oriente. Coomaraswamy, el genial mediador entre ambas culturas, coincide al señalar este carácter inmediato de la iluminación. Para Herrigel, lo que cuenta (en el caso del guerrero) es, también, “esta reacción inmediata, rápida como un relámpago, y que no tiene la necesidad de observaciones constantes” (Herrigel [1948] 2003, 120). Diderot también lo veía así. El hombre de genio capta la riqueza y complejidad de las relaciones, de un solo vistazo. El genio no es, por lo tanto, irracional sino la obra maestra de la razón. Coomaraswamy afirma en su libro El tiempo y la eternidad que la iluminación es en el budismo instantánea. Se da en un ahora en el que el pasado no fluye hacia el futuro, sino más bien se toca con él, de manera que se trata pues de una especie de presente eterno (Coomaraswamy [1980] 1999, 32-34). También, según afirma el autor, el ahora de la iluminación es oportunidad, puerta que se abre y se cierra (o-port-unidad), de tal modo que no puede dejarse pasar. Este instante singular (en el sentido que el término singularidad posee en Física), que hay que aprovechar, ya que pasa para no volver, es el momento en que, también, como ya hemos visto, el pintor oriental acomete su trazo con gesto seguro, sin dudas ni vacilaciones. El instante en que el arquero suelta la cuerda de su arco, como la nieve cae de la hoja que cede bajo su peso.

Vacío y Plenitud

La teoría del arte, ya se ha ocupado en la China clásica de esta cuestión. En efecto, uno de los elementos principales de esta teoría es precisamente el trazo. A través del trazo, se representa en la pintura a la tinta uno de sus objetivos: el aliento vital (spiritus, Ch’i), a partir del que se origina y que anima la naturaleza, y que el pintor oriental persigue reproducir en su obra, entendida como un microcosmos. Según afirma el escritor François Cheng, el trazo expresa lo uno y lo múltiple, la pareja de opuestos ying y yang, y, naturalmente, la polaridad de lo vacío y de lo lleno. Pero, a la vez, sólo puede ser como tal gracias a la vacuidad de la que surge y respecto a la cual – por así decirlo – el trazo se recorta y se hace visible. Como continúa diciendo este autor en Vide et plein. Le langage pictural chinois: “Pour que le Trait soit animé par les souffles, il ne suffit pas que le Vide habite seulement le Trait, il faut qu’il guide aussi le poignet même du peintre” (Cheng 1991, 80). Y citando al célebre pintor Shih-t’ao, de inicios de la dinastía Ts’ing, puntualiza que una tal muñeca vacía no significa en absoluto una mano que agarra o sostiene sin fuerza el pincel. Todo lo contrario: es el resultado de una gran concentración (c’est le résultat d’une grande concentration), o sea, de la Plenitud o lo lleno llevado hasta la extrema tensión. Y así, pues: “Le peintre ne doit commencer à peindre que lorsque le Plein de sa main atteint son point culminant et cède soudain au vide” (ibíd.).

Nada que no sepamos, o que no hayamos visto ya. El pintor, como el arquero en el arte tradicional japonés, acomete su pintura con la técnica del trazo único (o deja ir la cuerda de su arma) únicamente cuando ha alcanzado un estado de vacío o de abandono de su propio ego, en el que a consecuencia de ello ya nada se interfiere entre él y su instrumento. Pero tal estado es posible gracias a un esfuerzo de concentración máximo, alcanzado merced a la serie de operaciones de preparación que el maestro lleva a cabo con la unción de un ritual.

***

El premioso caminar del pintor Antoni Tàpies en círculos alrededor de su obra, colocada en el suelo en el centro de su estudio, ha quedado así suficientemente explicado. Ya el poeta José Ángel Valente puso en relación en su día, en su hermoso texto Tàpies o la negación negada, la pintura del artista catalán con la cultura y la estética orientales en virtud de su superación del dualismo entre espíritu y materia. Allí se hablaba también del carácter instantáneo de la iluminación en el mundo budista a partir de un cuento relatado por el maestro japonés Suzuki. Una iluminación – decía Valente – que puede surgir en plena vida corriente, bien en “el trabajo anónimo de cada día, […] o en la obra del artista” (Valente 2002, 162-163). Tàpies es sin duda un buen ejemplo de ello. En otro texto no menos hermoso y recogido igualmente en Elogio del calígrafo, dedicado esta vez al escultor vasco Eduardo Chillida, titulado Rumor de límites, el autor citaba el libro de Herrigel sobre el zen a propósito de la escultura del vacío característica de este artista, pero también a propósito del vacío, aunque ahora como un estado “en el que no se piensa, no se busca ni se desea ni se espera nada definido” (Valente 2002, 36). Este artículo viene tal vez, modestamente, a cerrar un círculo: Tàpies, Oriente, Herrigel, el vacío… El instante – como el fulgor de un relámpago – del arte.

Bibliografía
  • Coomaraswamy [1980] 1999
    A. K. Coomaraswamy, El tiempo y la eternidad [Time and Eternity, Berne 1980], tr. por E. Serra, Barcelona 1999.
  • Cheng 1991
    F. Cheng, Vide et plein. Le langage pictural chinois, París 1991.
  • Herrigel [1948] 2003
    E. Herrigel, Le Zen dans l’art chevaleresque du tir à l’arc [Zen in der Kunst des Bogenschiessens, Berne 1948], París 2003.
  • Permanyer 1983
    L. Permanyer, Tàpies i les civilitzacions orientals, Barcelona 1983.
  • Tàpies 1977
    A. Tàpies, Memòria personal. Fragment per a una autobiografía, Barcelona 1977.
  • Tàpies [1996] 2010
    A. Tàpies, L’experiència de l’art. Tria d’escrits, [I ed. Barcelona 1996], ed. de J. F. Yvars, Barcelona 2010.
  • Valente 2002
    J.A. Valente, Elogio del calígrafo. Ensayos sobre arte, Barcelona 2002.
English abstract

This paper explores the dynamics of the artistic creation in eastern theory of arts (not only painting, but calligraphy, or traditional archery as well…), and its convergences with western Aesthetic of genius in Denis Diderot, for instance. Our paper focuses on the great importance of acts of preparation, previous to the artwork, in order to reach a state of emptiness in the artist’s mind, as they appear in Chinese theory of painting and in ordinary rituals before painting in Antoni Tàpies.

keywords | Tàpies; Chinese traditional painting; Zen; Eastern Aesthetics; Emptiness.