"La Rivista di Engramma (open access)" ISSN 1826-901X

212 | maggio 2024

97888948401

Una nada de inagotable secreto

Alfonso Alegre Heitzmann

English abstract

“…quel nulla
d’inesauribile segreto”.
Giuseppe Ungaretti

1 | Caligrafía de Lin Yen-Chuen del poema ‘Nevada nocturna’ de Bai Juyi.

El 26 de abril de 1336 Francesco Petrarca subió con su hermano Gherardo al Mont Ventoux, en la Provenza. A su regreso, el poeta de Arezzo escribe una carta al fraile agustino Dionigi da Borgo San Sepolcro, en la que le narra los pormenores de la ascensión al monte y las emociones intensas que sintió al llegar a la cima y contemplar el mundo a sus pies. Este texto está considerado como uno de los primeros testimonios en el mundo occidental de una mirada estética sobre el paisaje, o si se quiere como el inicio de la actitud moderna ante la contemplación de un entorno natural:

Primero permanecí en pie, asombrado y conmovido por el vasto panorama y la insólita brisa que soplaba […]. Dejé mis preocupaciones para un lugar más oportuno y, dispuesto a contemplar lo que había ido a ver, volví mi mirada hacia Occidente. Las cimas pirenaicas, que separaban Francia de España, no se ven desde allí, aunque ningún obstáculo lo impide, que yo sepa, sino la debilidad de nuestra vista; en cambio se divisaban con toda claridad los montes de la provincia de Lyon a la derecha y, a la izquierda, el mar de Marsella y el que baña Aigües Mortes, que están a varios días de camino; ante nuestros ojos estaba también el Ródano (Petrarca Familiares IV, . Para los fragmentos de Petrarca se referencia a la edición Petrarca, Obras, I. Prosa, ed. F. Rico, Madrid 1978.)

Sin embargo, tan apasionante como asistir a esta visión asombrada del paisaje desde la altura, en el siglo XIV, es ser testigo, en el mismo texto, de la abrupta interrupción de dicha contemplación. Y eso sucede cuando a Petrarca, en la cima del Mont Ventoux, no se le ocurre otra cosa que abrir un pequeño libro que llevaba consigo. Un libro muy especial que le había regalado precisamente el fraile Dionigi: las Confesiones de san Agustín:

Mientras contemplaba con admiración todos los detalles […], creí oportuno leer las Confesiones de Agustín, regalo de tu amor que llevo siempre en las manos en recuerdo del autor y del donante: un librillo de tamaño muy reducido, pero de infinita dulzura. Abro al azar, dispuesto a leer lo primero que encontrara […]. Por casualidad apareció el décimo libro de dicha obra. Dios es testigo y también mi hermano —que se hallaba presente, porque esperaba con interés oír a Agustín hablar por mi boca—, de que las primeras líneas que vi decían: “Y los hombres van a admirar la altura de las montañas, la enorme agitación del mar, la anchura de los ríos, la inmensidad del océano y el curso de los astros y se olvidan de sí mismos”. Confieso que quedé atónito. Mi hermano deseaba que yo siguiera leyendo, pero le pedí que no me importunase, y cerré el libro irritado contra mí mismo, porque la belleza terrena todavía me admiraba, pese a que de los propios filósofos paganos debía haber aprendido tiempo atrás que nada hay digno de admiración, sino el espíritu, a cuya grandeza nada es comparable (Petrarca Familiares IV, 1).

Así pues, es este pasaje de san Agustín, encontrado al azar, el que hace que Petrarca decida dejar de contemplar el paisaje y, también, que interrumpa la lectura para ocuparse tan sólo de pensar en las palabras del santo, e iniciar el descenso del monte.

Hay otro momento en la obra de Petrarca donde resuenan de nuevo las mismas palabras de Agustín de Hipona. Se trata de un fragmento de su libro Secretum. En él, Petrarca crea un diálogo imaginario entre él y el autor de las Confesiones. En la entrañable dureza de las palabras de Agustín hacia Francesco se refleja la rigurosa exigencia de Petrarca para consigo mismo, así como su gran aprecio por el santo:

¿Qué haces, pobrecillo? ¿Qué sueñas? ¿Es que has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal? […]
¿De qué te ha servido tanto leer? De tu mucha lectura, ¿cuánto ha quedado en tu espíritu, ha echado raíces en él, produce frutos en el tiempo oportuno? […] Y aun, ¿qué vale el mucho saber, si una vez aprendidas las medidas de cielo y tierra, las dimensiones del mar y el curso de los astros, la virtud de hierbas y de piedras y los secretos de la naturaleza, seguís siendo unos desconocidos para vosotros mismos? (Petrarca Secretum). 

Aquí se percibe cómo el azar, la sorpresa y el amor por ese pequeño libro infinito causaron en Petrarca una repentina iluminación, un deslumbramiento y, al mismo tiempo, una impresión indeleble: el mundo, la belleza terrena es una “vano espectáculo” si el ser humano no reconoce ante todo la inmensidad de su propio espíritu.

Sin embargo, si Petrarca hubiera seguido leyendo, como le rogaba su hermano, quizás hubiera sido partícipe también de cómo veía san Agustín el mundo tras esa revelación, pues en el mismo capítulo de las Confesiones leemos:

Porque estas cosas visibles no responden a los que les preguntan, sino a los que saben juzgar de sus respuestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, respecto de uno que no hace más que verlas, y respecto de otro que, además de esto, se detiene a preguntarlas: no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que, presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno, y son mudas para el otro; o, por mejor decir, a todos hablan; pero solamente las entienden los que saben cotejar aquella voz exterior con la verdad interior (Para los fragmentos de San Agustín se referencia a la edición de P.F. Mier [introd. y notas], Los XIII libros de Las, IV edición, Madrid 1940.)

Hay una perfecta correlación entre estas palabras y las otras también de san Agustín antes citadas y que tanto impresionaron a Petrarca. La hermosura del mundo visible sólo puede verse y oírse desde esa verdad interior, desde ese fondo que el santo descubre en sí. A todos se presenta igual, pero mientras que unos la oyen, para otros es muda. La belleza del mundo, el curso de los astros, los secretos de la naturaleza, sólo pueden ser vistos y oídos por aquellos que pueden cotejarlos con su abismo interior.

Este reconocer el error de haber perseguido la belleza durante tanto tiempo fuera de sí mismo cuando siempre había estado dentro de sí, resuena como lamento en la mística occidental desde que san Agustín lo expresara en el libro décimo de las Confesiones. Así, dos siglos después de Petrarca, Juan de la Cruz, escribe en los comentarios al Cántico Espiritual: “Que por eso San Agustín decía: “No te hallaba yo, Señor, de fuera, porque mal te buscaba de fuera a Ti, que estabas dentro” (Juan de la Cruz Cántico Espiritual, 87). También en Teresa de Jesús encontramos ese mismo eco:

En algunos libros de oración está escrito dónde se ha de buscar a Dios. En especial lo dice el glorioso san Agustín, que ni en las plazas, ni en los conventos, ni por ninguna parte que le buscaba, le hallaba como dentro de sí. Y esto es muy claro ser mejor. Y no es menester ir al cielo, ni más lejos que a nosotros mismos, porque es cansar el espíritu y distraer el alma y no con tanto fruto (Teresa de Jesús Vida, 6).

El encuentro con el ser absoluto en el fondo del alma está en toda mística, ya que, en esencia, las estructuras del fenómeno místico son homogéneas, cualesquiera que sean su latitud y su tiempo. Pero, en la mística europea, el que mejor ha sabido expresar el misterio de ese interior abisal, así como el encuentro en él con la divinidad, es Meister Eckhart:

Aquí el fondo de Dios es mi fondo, y mi fondo es el fondo de Dios. Aquí vivo de lo mío como Dios vive de lo suyo. Para quien haya echado una mirada, aunque sólo sea un instante a ese fondo, cien marcos acuñados en oro son como una moneda falsa. Desde ese fondo interior debes hacer todas tus obras, sin porqué. (Eckhart Sermones, 49)

***

En una Carta de Rainer Maria Rilke, fechada el 11 de agosto de 1924, leemos: “Por extenso que sea el exterior, apenas puede compararse, a pesar de todas sus distancias siderales, con las dimensiones, con la dimensión de profundidad de nuestro interior […]” (Heidegger [1950] 1960, 253). Las palabras del poeta recuerdan aquí al lenguaje paradójico y vehemente de Eckhart y de otros escritores místicos. Es en este mismo sentido en el que afirma José Ángel Valente que “experiencia poética y experiencia mística convergen en la sustancialidad de la palabra, en la operación radical de las palabras sustanciales” (Valente 2008, 306). En Rilke esa vivencia abisal se da al margen de la religión cristiana y de cualquier otra religión, de forma que el poeta la alcanza en virtud de su propio camino interior y, en él, de su relación con la palabra. Cuando en 1924, sólo dos años antes de su temprana muerte, Rilke escribe la carta citada, ya había dado por concluidas las Elegías de Duino, y los Sonetos a Orfeo, libros que se alzan como la culminación de una vida entregada a la poesía. La vivencia extática de ese fondo se expresa en el poeta en la presencia plena, terrena y espiritual, del ser, y así lo vemos en la continuación de la carta (tambien citada en Sendas perdidas de Heidegger ([1950] 1960, 253):

Cada vez me hago más a la idea de que nuestra conciencia ordinaria mora en el vértice de una pirámide cuya base en nosotros (y hasta cierto punto debajo de nosotros) se ensancha de tal modo que cuanto más capaces nos vemos de instalarnos en ella tanto más universalmente incorporados aparecemos a los acaecimientos, independientes del tiempo y del espacio, de la existencia terrena, mundanal en la más amplia acepción (Rilke en Heidegger [1950] 1960, 253) 

Hay en Rilke una consonancia con la naturaleza que está más cerca de Oriente que de Occidente. “Es el mundo de la creatividad el que trasciende al sujeto en las profundidades del sujeto”, señala el filósofo japonés Kitarô Nishida, fundador de la escuela de Kioto (Nishida 2006, 67).

Efectivamente, en la creatividad del pintor o del poeta se produce también, a menudo, esa honda experiencia. En la pintura contemporánea europea la encontramos de un modo muy singular en el artista holandés Bram Van Velde que declara: “La pintura es el hundimiento, la inmersión. Cuando más perdido está uno, más es empujado hacia la raíz, hacia la profundidad. Un cuadro es un esfuerzo hacia la fuente, una búsqueda del misterio de la vida con todo el ser” (Juliet [1994] 2008, 114). O, en otro momento: “Estoy en el vacío, nada en qué aferrarme. Esperar la verdad” (Juliet [1994] 2008, 59 ). Esa misma experiencia del vacío, del silencio en la pintura, la describió también Antoni Tàpies en un breve y bellísimo ensayo que tituló “Comunicación sobre el muro”:

[…] Y un día traté de llegar directamente al silencio con más resignación, rindiéndome a la fatalidad que gobierna toda lucha profunda. Los millones de zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo, de arena… Ante mí se abrió un nuevo paisaje, igual que en la historia del que atraviesa el espejo, como para comunicarme la interioridad más secreta de las cosas (Tàpies, Valente 1978, 49-50).

La obra del artista catalán dialogó siempre, y desde sus inicios, con las otras artes. Esa relación se dio desde su raíz misma y desde un profundo sentimiento de la exigencia inmanente de cada una de las artes. Pero es importante subrayar que los que primeros que se dieron cuenta de la trascendencia de la obra de Tàpies fueron los poetas. Siempre recuerdo en ese sentido el aprecio que tenía el pintor por la finura crítica, tan temprana, del poeta barcelonés Juan Eduardo Cirlot que ya en 1960 escribía: “Consigue vivificar la totalidad del espacio haciéndonos sentir las posibilidades infinitas de aparición y desaparición que en su seno se hallan implicadas” (Cirlot 1960, 17).

Pero probablemente el diálogo de Antoni Tàpies con la poesía más sostenido a lo largo del tiempo fue el que mantuvo con José Ángel Valente, quien le dedicó, en el contexto de su propia poesía, un ciclo luminoso: “Cinco fragmentos para Antoni Tàpies”. Comentando el texto, más arriba citado, del pintor catalán, Valente, escribió: “El silencio o la nada. La creación de la nada es el principio absoluto de toda creación”. Y más adelante: “Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio” (Tàpies, Valente 1978, 34-35). La palabra poética, pues, no nace para negar el silencio, sino para afirmarlo, para hacerlo presente, para hacerlo «sensible». El silencio que la palabra nombra es el silencio del que la palabra nace. También en la pintura, la labor primordial es la creación de ese silencio, de esa nada. Y así lo supo ver Maurice Blanchot: “Ante cualquier obra maestra de las artes plásticas la evidencia de un silencio particular nos llega como una sorpresa” (Blanchot [1959] 1969, 247), y otra vez Valente en lúcida observación y escucha de la pintura: “lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación” (Tàpies, Valente 1978, 33).

Hay así, en el artista y en el poeta, un ahondamiento en el silencio, un vaciarse; y es la intensidad de esa nada o vacío interior la que le lleva a desprenderse de sí mismo y, de ese modo, a ver y a ser visto, a oír la voz, la palabra que nos llega del silencio de la naturaleza. Rilke habla, en la misma línea de pensamiento, de un caer del tiempo, contraponiéndolo con el sentimiento de su fugacidad.

“La transitoriedad —afirma— tropieza en todos sentidos con un ser profundo […]. Nosotros, los de aquí y de hoy, no estamos satisfechos un instante en el mundo temporal, ni estamos ligados a él; avanzamos constantemente, más y más, hacia los anteriores, hacia nuestro origen, y hacia los que aparentemente vienen después de nosotros” (Rilke [1923] 1967, 1452).

Sin embargo, la conciencia de la transitoriedad de la belleza contemplada, y el pesimismo ante esa realidad que parece incontrovertible, es un tópico recurrente en toda la literatura occidental y hunde sus raíces en el tempus fugit clásico o en el carpe diem horaciano. Paradójicamente, en la admonición del “atrapa el día”, o del “disfruta de la juventud antes de que se esfume”, tan presentes hoy, dicho sea de paso, en la propaganda de los medios de comunicación y de las redes sociales, se está invitando a un imposible, pues la velocidad del reloj siempre nos alcanza, o como dijo Heidegger: “Toda medición del tiempo supone reducir el tiempo a ‘cuanto’” (Heidegger [1924] 1999, 53).

Quiero mencionar aquí a Stephen Reckert, el añorado sabio de Lisboa, quien comenta al respecto, con extraordinaria agudeza, que mientras que en la tradición occidental del carpe diem lo que se subraya es lo efímero de la belleza, lo que se expresa en la poesía y en la pintura orientales es, en cambio, la belleza de lo transitorio (Reckert [1993] 2001, 292). En la inversión de esa perspectiva está implícita no sólo otra poética sino también, y sobre todo, otra vivencia del tiempo. Así, en la poesía china y en la japonesa no se incide tanto en el pasar de la flor, en la brevedad de su transcurrir, como en el estar de ella misma. El instante de su florecer ahonda en sí, y abre en nosotros si logramos oírla, otro espacio, otro tiempo. Si el poema es capaz de expresar ese momento transitorio como celebración de su belleza, la palabra ahondará también, cavará en sí, un tiempo efímero que no es tal. Se daría así la paradoja de que nombrar lo efímero sería decir lo eterno. Pero no debería extrañarnos, pues esa misma paradoja se expresa, como verdad esencial, en el Baghavad Gita: “Cuando se ve la eternidad en cosas efímeras y el infinito en cosas finitas, entonces se posee un conocimiento puro” (Baghavad Gita, 148).

Como es sabido, algunas de las formas más características de la poesía japonesa, como el tanka o el haiku, son extremadamente breves, y lo mismo ocurre en China con el jue jú, forma poética de sólo cuatro versos. La brevedad en esta poesía comporta la misma paradoja de lo efímero permanente. El tiempo en ella no es lineal, la belleza de lo fugaz trasciende en sí misma esa fugacidad, cae en el poema, en cada palabra, en cada verso, en cada pausa, insustituibles. Es como si el vacío interior, la nada plena de la flor tuviera su expresión, su epifanía, en el espacio blanco de la página.

Esencial es mencionar de nuevo a la escuela de Kioto, de cuyos tres grandes pensadores sobre todo el tercero de ellos, Keiji Nishitani, es quien más profundamente ha sabido reflexionar sobre esa nada. El pensador japonés, que fue durante dos años discípulo de Heidegger, subraya que nuestro conocer siempre empieza y termina en el lugar donde las cosas hablan de sí mismas. Su punto de partida, nos dice, está donde las cosas se manifiestan en su propio “ser ahí”, en su Dasein, tal como son, en su mismidad.

Ahondando es esta reflexión, Nishitani cita y comenta el siguiente haiku de Matsuo Basho:

El asunto del pino
apréndelo del pino;
y el del bambú, del bambú
(Nishitani [1961] 1999, 259)

La naturaleza, dice Nishitani, nos llama a dirigirnos a la dimensión en la cual las cosas se manifiestan tal como son, nos invita a que armonicemos con la mismidad del pino y del bambú… y a que hagamos un esfuerzo para situarnos esencialmente en el mismo modo de ser que aquello que contemplamos (Nishitani [1961] 1999, 185). Sin embargo, como traducir poesía, y aún más si es china o japonesa, es a menudo una labor casi imposible, el filósofo tiene que explicarnos que el término japonés koto que se usa para referirse a ese “asunto” del pino o del bambú, no sólo tiene esa acepción, sino que significa, al mismo tiempo, “palabra”. Así pues, el poema en japonés también dice:

La palabra del pino
apréndela del pino;
y la del bambú, del bambú.

Nishitani, en su imprescindible libro La religión y la nada, vuelve a menudo sobre las mismas ideas —que suelen ser profundas intuiciones que no puedo sino calificar de poéticas— para perfilarlas. El filósofo nos habla de “una apertura infinita debajo del presente”, o de “la vasta extensión de nuestro propio fundamento” (Nishitani [1961] 1999, 251), palabras estas que recuerdan las más arriba citadas de Rilke sobre ese fondo que se ensancha en nosotros e, incluso, debajo de nosotros. Desde ese ámbito abisal, señala Nishitani, el ser se libera de todas sus posibles determinaciones, y las cosas entonces “dejan de ser realidades externas u objetos y escapan a la representación y aparecen en su propia realidad”. (Nishitani [1961] 1999, 164). Rotas las barreras que separaban al ser humano de la realidad contemplada, en ese espacio por fin compartido y único de plena libertad, nos dice el filósofo: “el hombre que mueve sus miembros, las nubes que flotan en el cielo, el agua que fluye, las hojas que caen y las flores desparramadas son no-Forma. Su Forma es una Forma sin Forma.” (Nishitani [1961] 1999, 264). Dentro de cada ser humano se abre entonces un campo de no-Forma absoluta, y el hombre adopta así en su estar en el mundo y en la práctica de su cotidianidad esta Forma sin Forma como la Forma del yo.

Hay otro momento en el libro de Nishitani que quiero traer a colación aquí. En él, su autor, nos invita a contemplar una pequeña flor:

Consideremos la flor diminuta que florece en mi jardín. Crece de una sola semilla y un día regresará a la tierra, para no volver nunca mientras este mundo exista. Sin embargo no sabemos de dónde ha surgido su pequeño y bonito rostro ni hacia dónde desaparecerá. Tras él reside la nihilidad absoluta: la misma que está detrás de nosotros, la misma que reside en el espacio entre las flores y los hombres. La flor de mi jardín, separada de mí por el abismo de esa nihilidad, es una entidad desconocida. (Nishitani [1961] 1999, 155).

La flor, que en el carpe diem occidental suele ser sólo un símbolo que repite el tópico de la fugacidad de la belleza, es aquí en cambio muy concreta: es una flor pequeña que florece en el jardín del pensador. Su realidad es paralela a la del que la contempla, vive en sí, en su nada absoluta, como el ser humano. En ese fondo abisal de la presencia, de la apertura infinita del ser, el jardinero japonés mira la flor y la oye; la flor mira y oye al jardinero; cada uno desde su propio fundamento, desde su propio asunto, desde su propio koto. “Declaramos —escribe Nishitani— que el fondo de eternidad o de trascendencia sólo puede ser abierto en el fondo del presente, puesto que lo que denominamos eternidad o trascendencia no puede ser indagado verdaderamente ni revelado, excepto como nuestro propio asunto (koto)” Nishitani [1961] 1999, 296).

***

Una de las épocas de la historia de la humanidad en la que la poesía se ha revelado con más intensidad al hombre sucedió en el siglo VIII de nuestra era, durante el reinado de la dinastía Tang en China, momento en el que surgieron algunos poetas cuyo legado es un tesoro inagotable. Algunos de sus nombres brillan hoy no sólo por su prestigio en la historia de la cultura, sino por la actualidad de su poesía que, vertida a múltiples lenguas, es patrimonio del mundo entero. Aunque los poetas más relevantes son varios: Li-Bai, Wang-wei, Du-fu y Bai-juyi, debo reconocer mi predilección por este último [Fig.1]. Hay un breve jue jú de este extraordinario creador, que nos traslada, como pocos, al instante mismo de la noche y del despertar de la conciencia del ser humano.

Me despierto al sentir la manta fría,
blanca la claridad en la ventana,
noche profunda, oigo la nieve
que quiebra los bambúes con su carga.
(Bai Juyi, Nevada nocturna, Versión de Lin Yen-Chuen y A Alegre Heitzmann en Alegre 2017, 15)

La noche, aquí, es soledad, la soledad plena del ser humano y de la naturaleza que le rodea. No hay abstracción alguna, todo es concreto. Cada uno de los sentidos del hombre está atento a su relación con cada uno de los elementos naturales y de los objetos que aparecen en el poema; pero, al mismo tiempo, todos ellos —la nieve, la manta, el bambú, la ventana—también tienen vida en sí mismos. La casa del hombre es la casa de la naturaleza, y la casa de la naturaleza es la casa del ser.

Cuando en el verso inicial del poema dice “me despierto al sentir la manta fría”, se hace presente un primer sentido en la noche y de la noche: el tacto. El frío, la frialdad de la manta, despierta al poeta. Hay un estar del ser que siente, pero de algún modo, también un estar de las cosas. La manta cotidiana, que acompaña y que debería abrigar, está fría. En el primer verso el protagonismo es de la manta, de su tacto; en el segundo, de la ventana: “blanca la claridad en la ventana”. Ahora, con el sentido de la vista, vemos al mismo tiempo la luz y el frío, la causa del frío; hay una constatación, como un asombro del ser en la paz interior: la claridad blanca en la ventana es el reflejo de la nieve.

El tercer verso es la conciencia de la noche, cuando ya el hombre que ha despertado es plenamente consciente de sí mismo y de la presencia de cada cosa; de la causa del frío, de la luz blanca y de la profundidad de la noche: “Noche profunda, oigo la nieve”. El sonido abre el ámbito inmenso del eco de la noche; y se abre también, como la luz, con la nieve, con el ruido de la nieve. Sentimos a través del tacto, de la vista y, ahora, del oído, la noche. La noche y la nieve: “Nevada nocturna”. Aparentemente, hay una paradoja, “oigo la nieve”. Y es como si el sonido imposible de la nieve en su caer callado contribuyese a la hondura, a la profundidad del caer. Y es así. Pero en el siguiente verso “que quiebra los bambúes con su carga”, descubrimos que la nieve que oímos es la que con su peso quiebra los bambúes, y quiebra también el verso; pues el ritmo pausado de éste ayuda también a oír ese ruido. El quebrarse de los bambúes con la carga de la nieve se oye en las tres inflexiones rítmicas del último verso: “que quiebra los bambúes con su carga”. En la noche profunda, la nieve los va rompiendo con su peso. El elemento sonoro es fundamental en el poema. El oído es aquí el sentido de la noche. La noche sentida es la noche oída, que nos envuelve, que nos acoge en su intimidad infinita, en la breve morada de estos cuatro versos.

Vemos así como la relación del ser humano con cada uno de los matices de la naturaleza es inagotable. La poesía se adentra en ese espacio, abre un camino de conocimiento en el que la palabra descubre y se descubre al mismo tiempo. Hay en el poema de Bai Juyi una misteriosa correspondencia entre el espacio de la noche y el espacio del poema. Más aún, casi parece como si el resplandor blanco de la nieve en la ventana fuera el mismo que ilumina, que alumbra el poema en la blancura de la página. La página misma es una ventana, una ventana abierta a la noche que nos envuelve en una nada plena de sentido.

***

En la poesía occidental del siglo XX, uno de los escritores que mejor ha sabido crear esa nada esencial en la que la poesía se fundamenta ha sido el poeta italiano, nacido en la ciudad de Alejandría, Giuseppe Ungaretti. Y ello sucede muy especialmente en su primer libro, que titula L’allegria y que está escrito entre 1914 y 1919. El título sorprende inicialmente por lo paradójico, ya que en su mayor parte los poemas datan de los años de la Gran Guerra, en la que Ungaretti fue soldado. En algunos poemas está presente, además, la dureza de esa experiencia. Así, en el titulado Veglia (Cima Quattro il 23 dicembre 1915):

Un’intera nottata
buttato vicino
a un compagno
massacrato
con la sua bocca
digrignata
volta al plenilunio
con la congestione
delle sue mani
penetrata
nel mio silenzio
ho scritto
lettere piene d’amore

Non sono mai stato
tanto
attaccato alla vita (Ungaretti, Vita d’un uomo, 23).

Toda una noche
echado junto
a un compañero
masacrado
con su boca
rechinante
vuelta al plenilunio
con la congestión
de sus manos
penetrando
en mi silencio
he escrito
cartas llenas de amor

Nunca me he sentido
tan
aferrado a la vida

En otros poemas esa misma realidad de la guerra se expresa desde la extrema brevedad, como en el titulado Soldados (Bosco di Courton, Iuglio 1918):

Si sta come
d’autunno
sugli alberi
le foglie (Ungaretti, Vita d’un uomo, 87).

Se está como
en otoño
las hojas
en los árboles.

La brevedad es una de las características fundamentales de L’allegria, y ya en el primer poema del libro, significativamente titulado Eterno, está unida a la nada:

Tra un fiore colto e l’altro donado
l’inesprimibile nulla. (Ungaretti L’allegria, 5)

Entre una flor tomada y otra ofrecida
la inexpresable nada.

Resulta muy difícil explicarse dónde radica la extraordinaria capacidad expresiva de este libro y, sobre todo, su verdad. Pero quizá valga la pena hacerse eco aquí de las palabras de Simone Weil: “No se entra en la verdad sin haber pasado a través de la propia destrucción, sin haber permanecido mucho tiempo en un estado de extrema y total humillación” (Weil [1943] 2019, 80-81).

En la vida de Ungaretti, el libro nace de un límite, el poeta bordea cada día la muerte misma, o, aun peor, la crueldad y el absurdo de la muerte en la guerra. L’allegria iba a titularse inicialmente Allegria di naufragi (“Alegría de los naufragios”). Sobre ello, el propio autor escribió: “El tiempo es perseguido en su perpetuo naufragio renovado. Y en este perpetuo naufragio, hay un momento, el momento en que la poesía llega a expresarse, que es un momento de alegría” (Ungaretti L’allegria, 27).

Como en la poesía oriental de Basho o de Bai Juyi, los poemas del poeta italiano van creando un espacio en el que cada palabra que aparece en la blancura de la página es insustituible, está porque tiene que estar, contiene y se contiene. Y en esa contención acoge también al lector, que se siente parte de él. Es como si un paisaje interior escondido en el ser se hubiera abierto y nos permitiera ver todo desde el interior. El libro nos envuelve en su nada, en esa inexpresable nada que Ungaretti nombra en el primer poema del libro, lugar sin límites donde las palabras están enfrentadas al infinito que las mina. Así en el poema titulado “Despedida” Commiato (Lovizza, il 2 ottobre 1916):

[…]
Quando trovo
in questo mio silenzio
una parola
scavata è nella mia vita
come un abisso. (Ungaretti, L’allegria, 58)

Cuando encuentro
en este mi silencio
una palabra
cavada está en mi vida
como un abismo.

Cada poema se inscribe en esa nada, de modo que sacar un poema del libro —como ahora hago yo aquí— supone de algún modo restarle sentido, “designificarlo”. Esa nada habla en cada verso, en cada palabra y en cada espacio blanco en que se inscriben. Esa nada es el libro. Y ello le permite al poeta la más extrema brevedad y, en ella, la repentina iluminación. Como en el poema titulado Mattina (“Mañana”) que a pesar de su brevedad (tan sólo siete sílabas), es totalmente intraducible:

M’illumino
d’immenso. (Ungaretti, Vita d’un uomo, 65). 

Todo está y es contenido aquí. En términos de prosodia, o mejor, musicales, el poema más que melodía es acorde; callado acorde breve e insondable.

Otro gran poeta del siglo XX, Edmond Jabès, nacido como Ungaretti en Egipto, afirmó, con palabras que bien podría hacer suyas el autor de L’Allegria: “Escribir es un acto de silencio, que se da a leer en su integridad”; y, en otro lugar: “Sólo escribimos la blancura donde se escriben nuestro destino” (Jabès [1989] 2002, 107).

De Mallarmé a Pierre Reverdy, de Rilke a Paul Celan, de Juan Ramón Jiménez a José Ángel Valente, la poesía moderna ha sentido ese vacío, ese silencio primordial, como el lugar del que brota la palabra poética, y como el fondo mismo de las realidades más materiales. Pero es con las palabras de Ungaretti en el poema Il porto sepolto con las que quiero terminar hoy esta conferencia:

Vi arriba il poeta
e poi torna alla luce con i suoi canti
e li disperde
di questa poesia
mi resta
quel nulla
d’inesauribile segreto (Ungaretti, Vita d’un uomo, 23)

Aquí llega el poeta
y luego vuelve a la luz con sus cantos
y los dispersa
De esta poesía
me queda
aquella nada
de inagotable secreto

Bibliografía
  • Alegre 2017
    A.Alegre Heitzmann, El camino del alba, Barcelona 2017.
  • Blanchot [1959] 1969
    M. Blanchot, El libro que vendrá [Le livre à venir, París 1959], Caracas 1969.
  • Bhagavad Gita
    Bhagavad Gita, introducción, notas y trad. esp. de J. Mascaró, Madrid 1999.
  • Cirlot 1960
    J.E. Cirlot, Tàpies, Barcelona 1960.
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  • Teresa de Jesùs Vida
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  • Heidegger [1924] 1999
    M. Heidegger, El concepto de tiempo [Der Begriff der Zeit, Marburgo 1924] prólogo, trad. y notas de R. Gabás Pallás y J.A. Escudero, Madrid 1999.
  • Jabès [1989] 2002
    E. Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato [Un étranger avec, sous le bras, un livre de petit format, París 1989] trad. de C. González de Uriarte y M. Privat; epílogo de J. Á.Valente, Barcelona 2002.
  • Juliet [1994] 2008
    C. Juliet, Una vida secreta. Encuentros con Bram van Velde [Une vie cacheé: entretiens avec Bram van Velde, Montpellier 1994] trad. de H.Gola, Barcelona 2008.
  • Juan de la Cruz Cántico espiritual
    Juan de la Cruz, Cántico espiritual [1578], en Poesías completas y comentarios en prosa, Madrid 1963, 87.
  • Eckhart Sermones
    M. Eckhart, Sermones, en El fruto de la nada (y otros escritos), ed. y trad. A. Vega, Madrid 1998.
  • Nishida 2006
    K. Nishida, Pensar desde la nada, Ensayos de filosofía oriental, trad. de Juan Masiá y Juan Haidar, Salamanca, 2006. 
  • Nishitani [1961] 1999
    K. Nishitani, La religión y la nada [Shūkyō to wa nanika,Tokyo 1961], trad. de R. Bouso García, Madrid 1999.
  • Petrarca 
    Petrarca, Obras, I. Prosa, ed. F. Rico, Madrid 1978.
  • Reckert [1993] 2001
    S. Reckert, Más allá de las neblinas de noviembre [Beyond chrysanthemums, Oxford 1993] Madrid 2001.
  • Rilke [1923] 1967
    R.M. Rilke, “Elegías de Duino”en Obras completas, [Duineser Elegien, Leipzig, 1923] trad. de J.M. Valverde, Barcelona, 1967.
  • Tàpies 1998
    A. Tàpies, J.A. Valente, Comunicación sobre el muro, Barcelona 1998.
  • Ungaretti Vita d’un uomo
    G. Ungaretti, Vita d’un uomo.Tutte le poesie, Milano 1942. 
  • Ungaretti L’allegria
    G. Ungaretti, La alegría [L’allegria, Milano 1931] trad. de C.Vitale, prólogo de A.Sánchez Robayna, Tarragona 1997.
  • Weil [1943] 2019
    S. Weil, La persona y lo sagrado [La Personne et le Sacré: collectivité, personne, impersonnel, droit, justice, Paris 1943] trad. J.L. Piquero, prólogo de G. Agamben, Madrid 2019.
  • Valente 2008
    J.A. Valente, Obras Completas II. Ensayos, Barcelona 2008.
English abstract

The encounter with the absolute being at the depth of the soul is present in all mysticism, regardless of its latitude and time; but this same experience also occurs, at times, in art and poetry. As José A. Valente pointed out: “The creation out of nothing is the absolute beginning of all creation”. Poetry and painting, then, transcend the subject into the depths of the subject, and it is the intensity of that nothingness or inner void that leads the artist or poet to detach from themselves and, in that way, to see and to be seen, and to hear the voice that comes from the profound silence of nature.

keywords | Tàpies; mystique; poetry; oriental tradition; Ungaretti.