"La Rivista di Engramma (open access)" ISSN 1826-901X

212 | maggio 2024

97888948401

Historia sin acción

Publicado en el monográfico dedicado a Tàpies, “Papeles de Son Armadans”, XIX, n. LVII (diciembre 1960)

Giulio Carlo Argan. Versión en castellano de Juan Eduardo Cirlot

English abstract

 Antoni Tà€pies, Relieve con dos marcas, 1960, óleo, resina y arena sobre lienzo, 50 x 61 cm, collección particular [selección del curador].

La pintura de Tàpies es irreductible a cualquier esquema o sistema de valores. A la primera confrontación los da todos por anulados, como de hecho son, puesto que cada esquema o sistema de valores se deduce de una concepción del mundo, mientras la pintura de Tàpies admite solamente un postulado, la negación del mundo y, como pintura de la Weltvernichtung, se halla ya más allá de las fronteras más avanzadas y comprometidas del pensamiento moderno. Hace algunos años que, desde las inhospitalarias trincheras de la filosofía de la existencia, vemos a este hombre avanzar solo, con paso cauto y ligero, por la tierra de nadie. O de la nada. ¿Y es, él mismo, alguien? En la penumbra del crepúsculo histórico es difícil distinguir si se trata de una sombra que vaga o todavía de un hombre, que logra de modo increíble sobrevivir y avanzar por la absurda dimensión de la nada. Y a causa de que es un hombre, y deja detrás de sí las imágenes de su pintura como improntas calcadas en el barro, nos vemos obligados a creer que, donde termina la vida, no comienza, al menos inmediatamente, la muerte.

“Ha pasado, muy normalmente, de pintar alguna cosa a pintar solamente”, dice Michel Tapié. Hubiese podido agregar que, para Tàpies, ya no existen cosas, no existe nada que constituya el objeto de una experiencia empírica. Sus imágenes tienen una presencia, una certidumbre, una inmovilidad que no podrían tener si fuesen las imágenes de cualquier cosa o si solamente, a su lado, existieran aún en el mundo cosas reales. La fuerza de estas imágenes está en la ausencia o en el eclipse del mundo, como la evidencia de las cosas, en las naturalezas muertas de Zurbarán, radica en la ausencia o desaparición de la persona humana. Su dibujo es perfecto. Tàpies es un dibujante infalible como Picasso, pero el dibujo de Picasso destruye y crea con el mismo signo, mientras el dibujo de Tàpies inmoviliza y congela, fija la imagen a un nivel tan profundo que le impida toda posibilidad de movimiento. Éste es el primer acto de la tragedia: se intenta asir la infinitud del ser y se halla en la mano el grumo impuro y odioso del existir.

La imagen “pesante”, quiero decir, sin espacio, tiempo o relación, es la imagen de los ciegos: la pintura de Tàpies es la pintura de un hombre a quien el tiempo histórico, en el que, como todos, se halla inmerso, ha reducido a la condición desesperante del ciego. (Si sus ojos vieran, no caminaría tan decidido por la tierra de nadie, o de la nada.) Procediendo a tientas, con la ligereza atenta de los ciegos “ve” solamente aquello que sus dedos sensibles desfloran y perciben; y ve con la intensidad y el relieve — y la ninguna lejanía— de quien no posee otro sentido que el tacto. Y con el ansia de lo desconocido. En cada cuadro de Tàpies acontece siempre algo imprevisto y, casi siempre, en un punto periférico, cercano al límite: por otro lado, sus cuadros no poseen un centro, sólo tienen límites. La mano ágil y recelosa, que había recorrido toda la superficie reconociendo al tacto los surcos, las arrugas, las depresiones de la pared, hasta los mínimos granos del revoque y, alarmada primero, se había tranquilizado tanto, después, por la repetición de aquellos incidentes que había convertido en una larga y recreada caricia, ahora se encuentra y tropieza con un hecho nuevo, distinto, inexplicable. Un hecho relativo, que tal vez no anuncia nada muy grave (o tal vez sí), pero que, aun no teniendo consecuencias peores, al menos pondrá en causa todo aquello que se había reconocido primeramente y que había llegado a ser motivo de una –aunque triste– certidumbre cualquiera. Entonces el ciego se siente asaltado por el terror de haberse encaminado por una calle equivocada y de no poder volver atrás de modo alguno.

De pronto, el ansia se convierte en angustia, que oprime la garganta. La angustia no llega a ser verdaderamente tal hasta que no se proyecta hacia el futuro. Pero cuando invade también el pasado y se cierra por todos los lados, y no queda nada de cierto, ni siquiera aquello que fue, entonces no queda sino pisotear la tierra, el fragmento de tierra sobre el que plantamos nuestros pies. O se camina en círculo volviendo siempre al punto de partida, como en la oscuridad del bosque bajo la deslumbrante luz del desierto. Falta todo punto de referencia y, en la tiniebla intensa como en el resplandor que ciega (los negros, los blancos, de Tàpies) se valora, aun sin saberlo, cualquier incidente o aspereza del terreno: un grano de arena, si un viento rasante lo embiste, podrá convertirse en un alud.

No es un conocer, sino un reconocer: y la repetición es la forma de la angustia. He aquí lo que nos da la desesperación de este nuestro maldito existir en este maldito pedazo de tierra, y de no poder estar fuera, ir más allá.

Aparte del poco espacio que tiene la finitud, el peso, la inercia opaca de la materia, hay una sola posibilidad de moverse, pero fútil y peligrosa: el símbolo. Puede ser evasión y puede ser riesgo; para Tàpies, que no juega a la ambivalencia surrealista de los términos, sino que fuerza el confín de la materia para sublimarla en la transparencia de la imagen, es riesgo: peligra cada vez, en la designación simbólica, de abrasar la poca realidad que le resta, el poco espacio donde –y se esfuerza en creerlo– sigue existiendo. No es arbitrario buscar el símbolo en la pintura de Tàpies; es arbitrario buscar una simbología, una regla, un procedimiento constante de simbolización. Disiento de Tapié, cuando juzga a priori infructuosa la investigación del símbolo, pero acepto su deducción: “él lo sabe, no tiene, pues, más que hacerlo”. El símbolo es ambigüedad y ubicuidad; ser conjuntamente uno mismo el otro, aquí y en otra parte. Pero, ¿cómo puede esto acontecer, si la pintura de Tàpies no tiene espacio, a excepción de ese fragmento sin relación, como un escollo perdido en el mar? Por esto acontece que también la alteridad ambigua del símbolo se anula y el símbolo deja de ser referencia de otra realidad para aludirse sólo a sí mismo. El espejo que refleja otro espejo, la realidad que se disuelve en una repetición infinita (la pintura de Tàpies es la pintura de la repetición). Es peor en el plano de la vida: la realidad envía de nuevo al símbolo como el existente al ser, a un ser que no es y que es un no ser, de manera que el símbolo retorna a la realidad, se adueña del existente, lo paraliza en la propia abstracción y lo convierte en el símbolo de lo que no es, de la nada. He aquí los términos en los cuales se produce (pero, ¿se produce?) nuestra vida, en la crisis actual de la conciencia europea: la nada real, que realmente no es, y la nada simbólica, la materia sorprendida en el punto de fijarse y sublimarse en el símbolo.

A la nulidad del espacio se agrega la nulidad del tiempo. Ya no tiene sentido el juego dialéctico (que allí tanto ilusiona) y que hace desaparecer al ser del espacio para hacerlo comparecer de nuevo súbitamente en el tiempo. Las imágenes de la pintura de Tàpies tienen el rostro de piedra de lo eterno, suspenden la duración, miran adelante y atrás en el tiempo con ojos de esfinge. Se hallan fuera de nuestra dimensión, como ciertas ruinas aztecas que conservan intacta (o apenas arañada por un insignificante roce con el tiempo histórico) la pureza de los ángulos y de las superficies: ruinas que no delatan, como las clásicas, un sereno y fatal retorno al regazo de la naturaleza, sino el descenso en picado en el abismo del mito. Aquellas imágenes caladas y selladas en la materia no pueden ya ser atacadas por el sentimiento humano; se las puede mirar con el alma desbordante de alegría o transida de dolor, su mensaje no cambiará por ello. Todo lo que en nosotros es todavía historia, sentimiento, vida, se quebrantará contra su dureza: no llegará a tocarla porque, aunque cercanísima, está separada de nosotros como por un vidrio. Pero está muy próxima. Su dimensión no es la de la historia, ni la de lo eterno: es la dimensión por la que no pasa el tiempo y donde los relojes están parados.

También por esta metafísica nulidad del espacio y del tiempo, la pintura de Tàpies está muy lejos de lo que hoy se llama lo “informal”; en sus antípodas. No tiene nada de aquel fácil experimentalismo, que con tanta frecuencia acompaña a la pintura “de materia” y parece una receta: combinando en determinadas condiciones de temperatura histórica las categorías kantianas del espacio y del tiempo, tiene lugar una reacción al término de la cual las susodichas categorías resultarán disueltas y se comprobará una precipitación o, en caso menos frecuente, una sublimación de la materia. Pero el tiempo y el espacio, que en la pintura de Tàpies aparecen consumados y agotados, han sido efectivamente vividos: una larga historia humana se ha desarrollado, alternando la violencia con el éxtasis, la exaltación y el cinismo. Detrás del muro de la pintura de Tàpies está el Greco y está Goya, pero ahora el sueño de la razón no produce ni siquiera monstruos porque el sueño, cuanto más cercano está de la muerte, menos poblado aparece de sueños. Aún más extraño, pues, que interrumpida o suspendida la historia, se pueda todavía persistir existiendo. El drama ha terminado, pero el telón no cae, ni los actores se marchan de la escena; el pathos de la acción no tiende a disolverse. Pasa a otro plano, existencial: como en Hamlet, la tragedia recitada por los comediantes traspasa a la tragedia “verdadera”. Y ésta ya no es drama, porque carece de catarsis. Se podría, forzando el sentido, aplicar a la pintura de Tàpies el juicio de Bellori sobre la Conversión de San Pablo, de Caravaggio: “historia enteramente sin acción”.

No hay, en la pintura de Tàpies, gestos de protesta o de subversión. Uno se subleva para escoger un destino mejor y aquí la alternativa es entre dos destinos iguales. Se dan circunstancias en las cuales escoger entre la vida y la muerte no ofrece diferencia, y puede hacerse a cara o cruz. Del mismo modo, el símbolo puede ser materia; la imagen, cosa. En términos religiosos, esta renuncia a la elección motivada, esta entrega a la fatalidad, se llama superstición. La pintura de Tàpies está llena de superstición; es la pintura del símbolo no significante, pero cargado de una fuerza comprimida; es la pintura de la cosa cualquiera que deviene fatal sin motivo. No estamos al nivel del mito: la imagen de Tàpies tiene siempre algo de amuleto, de escapulario o, cuando menos, de conjuro. Éste es su frío, rígido formalismo. La pintura de Tàpies no es pintura “de materia”, ni “de gesto”; es pintura “de forma” y, como siempre, la forma fija la imagen, la priva de su polivalencia, la enclava en un significado preciso. Pero este significado, que en el arte clásico era positivo, de total aceptación del mundo, aquí es negativo, de total e inapelable negación del mundo.

Es forma de sentido opuesto, pero es forma. La superstición, que es lo opuesto al conocimiento, es como ésta estrechamente formal. Superstición y muerte son términos equivalentes. La muerte, que es impensable, se presenta al alma como superstición: miedo, o deseo, de la muerte en emboscada detrás de cada objeto. Es también asocialidad absoluta, porque supone que todo lo que no somos nosotros mismos está contra nosotros. Es también mala fe, porque nadie cree en los objetos o en las prácticas de la superstición, pero todos se comportan como si creyeran. Es engaño, abdicación de la conciencia, pérdida de la libertad, pecado. Pero en un mundo que engaña, vincula la conciencia, priva de la libertad, mata, no se puede vivir más que en una condición de mala fe, superstición, pecado social: en un mundo semejante, la religión y la ciencia, la política y el arte, todo, hasta el amor y la amistad se reducen a la superstición. Es la locura pálida de la vida cotidiana: psicosis y neurosis “des Alltagslebens”, la ha llamado Freud.

En estas condiciones la única elección posible (y es un echar a suertes) es la del objeto, del signo, del gesto de la muerte. Sus aspectos son infinitos, pero todos significan la misma cosa, todos se reducen a aquel grumo de materia, que basta todavía para impedir la recuperación de la idea del ser a través de la antítesis dialéctica del no ser, y esto sirve para probar que el no ser no es el polo opuesto del ser o una mera función dialéctica, sino el progresivo destruirse del ser, el devenir nada.

Se avanza, en la perspectiva inexorable de la Vernichtung, como por el sendero de un jardín encantado. La mano acaricia dudando flores maravillosas y cuando haya elegido y quiera tomar una, ésta dejará caer todos sus pétalos y se convertirá en negra y repugnante, pero la mano que la haya tocado ya no podrá separarse de ella. Con todo es necesario repetir siempre ese gesto de falsa, simbólica, inútil elección. Cada día igual: por la mañana, no sabemos cuál será el encuentro en el caso decisivo, ni dónde la mano, que va reconociendo al tacto la materia siempre igual y siempre diversa del existir, encontrará la cosa predestinada. Pero la encontrará. En aquel mismo instante todo el espacio, la pantanosa extensión de la materia arderá con una luz cegadora (podrá ser una luz negra) y todo será al fin, desdichadamente, claro. El pasado, la substancia de aquella materia que (sólo ahora lo sabemos) es nuestra misma existencia, se iluminará de repente y en los pliegues de la corteza arrugada, en los agujeros como cráteres lunares, en las grietas de un empaste impuro que no tiene derecho a la tensión, en las bolas de una amalgama densa y goteante, la mirada de Dios leerá nuestra vida secreta (¿tenemos otra, acaso?), como un quiromante lee el destino en la palma de la mano. Superstición.

Al llegar a este punto precisa explicar, no ya por qué Tàpies pinta lo que pinta, sino, simplemente, por qué mantiene la actividad del pintar y hace una pintura maciza, que le obliga a una labor fatigosa y manual sobre la materia. O la Vernichtung nos arrastra también a nosotros, paralizando nuestros movimientos, o bien no es total y sí sólo una hipótesis. Si es aún un modo de hacer, una técnica, el mundo no se ha cerrado y no se han perdido todas las esperanzas. No hay que ilusionarse. La poética de Tàpies es una dura poética; el mundo histórico se ha cerrado y todas las esperanzas se han perdido. Se hace, pero el hacer es pecado y condena, castigo de Sísifo. Por esto, el hacer pictórico de Tàpies es un hacer pesante, que no se levanta de la materia y no la subleva. No se hace para el futuro ni en el presente: se hace en el pasado, en la tierra que ya hemos pisoteado; se rehace. Podemos solamente recorrer un destino que ya se ha cumplido, repetirlo y alcanzar así el umbral del presente, y cerrarse, porque ahí comienza el abismo, la nada. Pero ¿cómo rehacer aquel destino, si también la memoria es anulada y la historia se ha mezclado con la materia y todo el pasado, incluso el de ayer, es legible sólo en la transmutación del fósil, y solamente una forma en otra materia? Tal vez nuestro cansancio de vivir está del todo aquí, en este rehacer con nuestras manos lo que, por designio del hado, ha acontecido. A esta mínima afirmación de sí se reduce la vida de la conciencia. Aquel pasado, por lo demás, no se reactiva en la operación que lo rehace; sale del tiempo, se abstrae en el símbolo, en un símbolo supersticioso y ambiguo como todos los símbolos. Acaso no es ni siquiera símbolo, sino algo más rígido, ritual y funesto; es signo mágico, jeroglífico, emblema. La religión tiene símbolos, la superstición solamente signos. Es el significado emblemático de la materia lo que hay que abstenerse de buscar en la pintura de Tàpies. No porque no esté en ella, pues efectivamente está. Pero sabiendo que está no es preciso buscarlo. Precisa, como justamente hace Tàpies en su pintura, mantener las reglas del juego: al no “entrar” en el juego se corre el peligro de despedazar y perder aquella última, frágil, ilusoria configuración de la existencia.

Se debe jugar “honradamente”, dice Huizinga: o sea, hacer trampas. La trampa está “en el juego”; juega a la inversa, pero no sale del círculo mágico del juego. Dejando las metáforas. No vale atacar a lo irracional, que tiene mil formas y mil existencias, con el arma blanca de la razón; es necesario aceptar las condiciones de existencia en las cuales lo encontramos, pero no pasivamente, sino para llevarlo hasta el fondo, agotarlo, y terminar el juego.

El juego tiene sus figuras. Sepamos todos, puesto que todos vivimos la misma crisis, qué cosa significan esas paredes herméticas, esos agujeros redondos en los muros, como de proyectiles rebotados, y esas resquebrajaduras, esas grietas, esas cicatrices en una materia torturada, esas furiosas huellas de dedos en el revoque blando, esos coágulos como ampollas de quemaduras, esos graffiti inútiles pero llenos de alusiones inconscientes arañadas con la uña o con un clavo prohibido en los muros de una cárcel, y esas puertas tapiadas y esas cerraduras falsas y engañosas, esas hendiduras como laberintos, esas coladas de colores impenetrables como losas tumbales, esos sellos que ninguna mano vendrá a desatar. Sepamos todos, puesto que todos vivimos la misma historia, que ésta es una emblemática de la muerte, y de una sucia muerte: un trivial incidente en una vida que no vale la pena de ser vivida. No necesita ser explicada esta emblemática: también nosotros hemos de mantener las reglas, estemos todos igualmente en el “juego”. Acaso por esto Tàpies impulsa la búsqueda más allá de la imagen, más allá del símbolo, más allá de la materia: hasta la lúcida designación de una forma negativa que es, pues, la forma de la negatividad de la conciencia. Como revelación de esta negatividad total, la pintura de Tàpies rechaza cualquier acto de entendimiento, pero, al mismo tiempo, solicita la búsqueda de otro plano en el cual el mensaje no tenga necesidad de ser interpretado. El plano en el que los símbolos no precisan de explicaciones, porque actúan como signos de reconocimiento y de acuerdo, es, y permanece siempre abierto, el plano moral.

English abstract

The article proposes an aesthetic reflection on Tàpies’ work, focusing on the meaning of his production, his working method, his theoretical basis and how this is materialised in a concrete plastic art. It was published in the Journal “Papeles de Son Armadans”, and it is worth noting the evident presence of the style of Juan Eduardo Cirlot, who was responsible for the translation into Spanish.

keywords | Antoni Tàpies; Informalism