"La Rivista di Engramma (open access)" ISSN 1826-901X

227 | settembre 2025

97888948401

Las ciencias de Atenea y las artes de Hermes

Entrevista a José Emilio Burucúa

a cargo de Ada Naval, Bernardo Prieto

English abstract

Federico Zuccari, Hermáthena, fresco, 1566, Caprarola, Palacio Farnese.

José Emilio Burucúa se formó y enseñó en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Fue profesor invitado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, el Collège de France, el Institut d’Études Avancées de Nantes, el Kunsthistorisches Institut de Florencia y el Wissenschaftskolleg de Berlín. Su labor como investigador, curador y traductor ha sido fundamental para los estudios sobre Warburg en América Latina. Entre sus obras más relevantes dedicadas a Warburg se encuentran Historia de las imágenes e historia de las ideas. La escuela de Aby Warburg (Buenos Aires 1992) e Historia, arte, cultura: de Aby Warburg a Carlo Ginzburg (Buenos Aires 2003). Asimismo, destacan volúmenes de impronta warburgiana como La imagen y la risa. Las Pathosformeln de lo cómico en el grabado europeo de la modernidad temprana (Buenos Aires 2007) y, en colaboración con Nicolás Kwiatkowski, Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios (Buenos Aires 2014). Más recientemente, fue curador de la exposición “Ninfas, serpientes, constelaciones: la teoría artística de Aby Warburg” (Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, 12 abril – 9 junio 2019). La siguiente entrevista busca adentrarse en su vasta obra intelectual para comprender el papel central que ocupa en la historia cultural latinoamericana.

Ada Naval, Bernardo Prieto | Nos gustaría comenzar por el principio: el comienzo de su relación con Aby Warburg que tuvo como enlace, punto intermedio ineludible, la figura de Héctor Ciocchini que, tal y como usted cuenta en la Introducción a Historia, Arte, Cultura, regresó en 1982 a la Argentina tras un largo periodo de investigación en el Archivo Warburg que marcaría un antes y un después para una nueva generación de estudiantes y que impulsó de manera definitiva la recepción del pensamiento de Aby Warburg en el ámbito argentino. ¿Nos podría hablar más de ese encuentro y trabajo común con Héctor Ciocchini mientras se iba adentrando en el mundo Warburg?

José Emilio Burucúa | Sí, claro, es siempre para mí una fuente de plenitud el referirme a la figura de Héctor Ciocchini, un maestro como pocos, hombre cultísimo y gran espíritu cuando hubo de enfrentar los dolores provocados en su vida por la dictadura militar de los años 1976-1983. Lo conocí en la primavera (austral) de 1982, en el jardín de los Williams-Gálvez, cuando Pablo Williams organizó allí una suerte de tertulia de emigrados que ya podíamos volver a nuestro país, tras la derrota del poder militar en la guerra de Malvinas. Esperábamos que las elecciones previstas para octubre del año siguiente abrieran un horizonte nuevo en la cultura y el destino del pueblo argentino. Todos sabíamos quién había sido Ciocchini, como poeta y como scholar, cuando dirigió el Instituto de Humanidades en la Universidad Nacional del Sur durante los años ’60 y contribuyó allí al diseño intelectual de los “Cuadernos del Sur”, según el modelo del “Journal of the Warburg and Courtauld Institutes”. Todos estábamos al tanto de la tragedia que había vivido en 1976, cuando un grupo comando de la dictadura secuestró, mantuvo desaparecida y por fin asesinó a su hija María Clara, de 16 años, por el hecho de haber organizado un reclamo público frente al aumento en el precio estudiantil de los viajes urbanos. Asediado y amenazado, Héctor logró viajar a Londres, ser muy bien acogido allí por Rafael Nadal, Christopher Ligotta, Dame Frances Yates, Kathleen Raine, J.B. Trapp e investigar sobre sus temas de entonces – la emblemática, la teúrgia, las relaciones entre la magia y la ciencia, la poesía de Góngora, la tradición renacentista en la literatura francesa del siglo XX (Saint-Exupéry, René Char) – en la biblioteca del Instituto Warburg. No hubo confirmación de la muerte de María Clara hasta 1984, cuando el juicio contra los jefes militares del llamado “Proceso de Reorganización Nacional” reveló las circunstancias de la muerte de miles de desaparecidos de 1976 a 1983, María Clara entre ellos. Héctor prestó testimonio en aquel juicio con un temple ejemplar y escribía paralelamente los poemas conmovedores del libro Ofrenda, dedicado a su hija e ilustrado con un grabado de Jean Goujon para la edición francesa de 1546 de la Hypnerotomachia Poliphili: la danza en círculo, protagonizada por jóvenes y doncellas que tienen doble cara, una feliz y otra dolorida. La necesidad y la imposibilidad de un Nachleben son el bajo continuo permanente de los poemas de Ofrenda, en versos como los de A una presencia ausente:

Cuando el que viene desde lejos,
cuando el que vive deja de hablar,
se vuelve a su silencio;
miramos las sillas vacías, los lugares
en que posaba su presencia
en la reflexión o el estudio
como un día que tuviera un bello color.
El tacto de sus manos
en las tazas, el té y los enseres; el mantel, el pan que lucía en la mañana
como un fuego recóndito. Todo eso que no puede ser recuerdo.

¿Cómo no pensar y sentir, en aquel contexto, el reclamo poderoso de una vuelta a la vida, aplicada para mejor en un poema y en la imagen de lo recordado, que no podía aún ser siquiera recuerdo de la bella adolescente asesinada? María Clara, la Ninfa, revoloteaba a nuestro alrededor, con más intensidad y más lejanía cada tarde que pasábamos en el jardín de Williams y esperábamos que el saber antiguo, la frecuentación de las muchachas y la Afrodita del Trono Ludovisi o de la Ariadna dormida, la lectura de los pasajes del mito de Pigmalión en Ovidio, del final del Cuento de invierno en el que la estatua de Hermione parece recobrar la vida, fuesen mecanismos que nos permitieran percibir la figura y la cara, desconocidas para la mayoría de nosotros, de la jovencita bella quien hubo de ser María Clara, cuyo cuerpo arrojaron sus verdugos, probablemente, al Río de la Plata.

Ocurrió que, en el interín habíamos bautizado Hermáthena a nuestro grupo, por cuanto era un conjunto de mujeres y varones, de jóvenes y personas maduras, de cultores de las ciencias de Atenea y de las artes de Hermes, inventor de la lira para su hermano Apolo. Y, al fin de nuestras reuniones, pasaba de mano en mano la foto del fresco Hermáthena, pintado por Federico Zuccari en la pequeña cúpula del Gabinete del bibliotecario Fulvio Orsini en la Villa Farnese en Caprarola (1566).

AN, BP | Al mismo tiempo, Ud. tradujo por primera vez dos ensayos de Aby Warburg al español, ¿reconoció un impacto de la obra de Warburg de manera personal en ese inicio en el laberinto de su pensamiento?

JEB | ¡Vaya si no! Entre 1979 y 1980, frecuenté la biblioteca del Kunsthistorisches Institut de Florencia, pues vivía un doradísimo exilio en esa ciudad que Isaak Babel consideró la más bella del mundo. Allí leí la versión italiana completa de un primer corpus de Warburg, La Rinascita del Paganesimo Antico, editado en 1966 por Gertrud Bing en La Nuova Italia. Gracias a quien fue otro de mis maestros, el doctor Angel Castellan, profesor de Historia Moderna en la Universidad de Buenos Aires, había leído yo, hacia 1968, el ensayo sobre la profecía en imágenes en tiempos de Lutero, extraído y fotocopiado de aquella misma edición italiana. La progresión y el balanceo entre textos e imágenes de todo tipo y diferentes alcurnias habían resultado una experiencia de lectura difícil, pero fascinante. En 1980, interesado como estaba en los saberes astronómicos de los siglos XV a XVII para dar sustento conceptual a mi tesis de doctorado sobre las ideas de Galileo acerca de las artes figurativas, ingresé a La Rinascita a través del breve y colosal ensayo sobre los frescos de Schifanoia. Pero no pude detener la lectura de todo el libro que completé y fiché a lo largo de una semana. Sin embargo, he de decir que una comprensión cabal de cuanto podríamos denominar conceptos clave de una teoría de Warburg sobre el arte y la transmisión cultural sólo la tuve a partir del magisterio informal de Ciocchini de 1982 en adelante.

Mi primer contacto serio y, hasta cierto punto sistemático, con el texto alemán del opus warburguiano fue un ejercicio del grupo Hermáthena sobre el largo ensayo acerca de la Ninfa, cuya escritura es bastante límpida, con muy poco del juego de cajas chinas de oraciones relativas y subordinadas que desplegó Warburg a partir del ensayo sobre Durero y la Antigüedad italiana de 1905 (si bien el factor laberíntico ya se encontraba en sus Cuatro Tesis de 1891, bastante misteriosas). Adviértase que, en la primera tesis, despunta la noción de una “suma de formas dinamizantes” (dynamisierende Zusatzformen) que se desenvuelve en la “imagen dinámica de una escena” (dynamische Zustandsbild). Esta idea confusa y quizá redundante se convertiría, a partir del ensayo sobre Durero, en el concepto preciso de la Pathosformel, “fórmula de pathos”, aún en la complejidad de semejante coincidentia oppositorum.

AN, BP | ¿Qué recepción tuvo esta traducción en aquel momento? Traducir a Warburg es, además, un reto intenso. Recuerdo la primera vez que estuve en el Archivo Warburg y Claudia Wedepohl, muy amablemente, me comentó la gran dificultad que suponía, no sólo leer la grafía de Aby Warburg sino comprender su alemán sin ser hablante nativo. Creo, no obstante, que se debe hacer frente a esa exigencia, aunque se trata, como le decía, de un verdadero reto. ¿Qué dificultades en el orden filológico, desde la prosodia a la morfología de Warburg, ve más interesante en su traducción al español? ¿Existen conceptos que en este proceso se iluminan o aumentan su dificultad?

JEB | La selección de sólo dos ensayos, el referido al Arte del retrato y la burguesía florentina (1902) y el breve pero fundamental escrito acerca de la interpretación de los frescos de Schifanoia (1912) en una clave astrológica precisa y expandida más allá del Zodíaco, tuvo un propósito casi publicitario de la obra de Warburg, pues conectó sus trabajos, por un lado, con la sociología del arte y, por el otro, con la iconología de la dupla Panofsky-Gombrich, dos líneas de investigación principales en la historiografía de las artes practicada en los ’80 en mi país. Pienso que, gracias a tales aproximaciones, investigadores jóvenes, doctorandos y alumnos avanzados de la carrera de Historia de las Artes en la Universidad de Buenos Aires se entusiasmaron con el librito Historia de las imágenes e historia de las ideas. La escuela de Aby Warburg, publicado en 1992 por el Centro Editor de América Latina, una de las editoriales pioneras y más atentas a la difusión popular de las corrientes contemporáneas del pensamiento europeo en la Argentina de aquellos años de reconstrucción cultural del país, tras la época de plomo de la dictadura.

El grupo warburguiano, formado alrededor de Ciocchini y partícipe principal de la publicación de aquel primer acercamiento argentino a la obra inmensa del Instituto Warburg, tuvo entonces muy claro que se necesitaba ahondar en el examen lingüístico y filosófico de tres palabras-conceptos: Nachleben, Pathosformel y Denkraum. Sobre todo, porque todas ellas admitían dos o más traducciones posibles al español y así caímos en la cuenta de que cada elección implicaba un corte diferente del campo semántico de cada palabra e introducía un matiz diferente en las buscas historiográficas. Nachleben podía ser “vuelta a la vida”, “supervivencia” e inclusive “renacimiento”; la primera y la tercera versión implicaban un tiempo intermedio, de extinción o de latencia entre la civilización pagana antigua y la época histórica de la rinascita o la Renaissance en Europa, mientras que “supervivencia” imponía una continuidad cultural cuyos itinerarios y modos de ocurrir debían ser descubiertos y descriptos, siguiendo el ejemplo de Erwin Panofsky en Renaissance and Renascences in Western Art, ciclo de conferencias compuesto en 1952.

Pathosformel daba lugar a “fórmula de pathos”, que tenía la misma amplitud que el concepto polisémico del griego pathos, o bien a “fórmula patética”, de un alcance más restringido al campo de la expresión de las caras y los gestos humanos.

En cuanto a Denkraum, existían también variantes que parecían demasiado próximas como para pensar en complejidades semánticas, pero pronto nos dimos cuenta de que “espacio del pensar” competía con “distancia del pensar”, “situación del pensamiento” y admitía, por último, un deslizamiento hacia el perspectivismo. En tal sentido, a la última pregunta de este punto, me animaría a responder que una traducción vigilante de las tres palabras-clave de Warburg revela la densidad y el carácter embrionario de las posibilidades, desconocidas en última instancia, de una deriva significante. Claro que también sería posible explicar el contenido de los tres vocablos alemanes y dejarlos tal cual, sin traducirlos, en un texto vertido al español. Pero esa no sería una solución, sino una muestra, a lo sumo, de pedantería y una forma de dejar a Juan Pueblo por fuera de la “ciencia sin nombre”, tan compleja desde su arranque. 

Fenómeno de serendipity pura. Mientras otorgo estas respuestas, los alegatos de un político local han incluido el verbo “pervivir” (extraordinario fenómeno de riqueza lingüística en un político de nuestro tiempo) y he comenzado el proceso de experimentar con él a la hora de traducir el Nachleben. No obstante, falta mucho para adoptarlo, aunque me empuja a ello la circunstancia de que, de todas las lenguas latinas, el vocablo sólo existe en castellano.

AN, BP | Siguiendo con la cuestión de la traducción, ¿qué rol le atribuye a la traducción – no solo lingüística sino cultural y temporal – en la práctica del historiador del arte? ¿Se puede traducir una imagen? 

JEB | Procuraré dar un ejemplo del problema de la traducción temporal. Rinascimento, rinascere son palabras italianas corrientes en el Bajo Medioevo (Dante, Petrarca). A partir de 1550, Giorgio Vasari acuñó el término rinascita, para referirse al proceso de renovación artística y cultural que él y sus contemporáneos habían llevado a su culminación. Las tres palabras derivan del verbo latino renascor, renasceris, renasci, renatus sum, usado por Cicerón y por Horacio, pero básico en el mundo intelectual de san Agustín, en cuyo Discurso 189 se lee que “[Verbum] natus est, ut renasceremur. [Nemo dubitet renasci], Christus natus est”. Parece probable que, en este pasaje, el Hiponate haya tenido in mente la respuesta que Jesús dio a Nicodemo a propósito de la Resurrección: γεννηθῇ ἄνωθεν, “el que no nazca de nuevo [¿o de lo alto?] no puede ver el Reino de Dios” (Juan, 3:3).

Interesa ampliar nuestra indagación hacia el campo filológico alemán. ¿Cómo tradujo Lutero el versículo de Juan, 3:3? Pues lo hizo con la expresión que señalo entre corchetes: “Es sei denn, daß jemand [von neuem geboren werde] so kann er das Reich Gottes nicht sehen”. En la Biblia de Lutero, es frecuente el uso de la locución wiedergeboren werden, más los participios y los sustantivos derivados, por ejemplo, en la Epístola a Tito, 3:5: “durch das Bad der [Wiedergeburt] (παλιγγενεσίας) und Erneuerung des Heiligen Geistes”.

Interesa destacar que, en la obra clásica de Jacob Burckhardt, sólo después de haber desplegado dos caracteres juzgados fundamentales para una descripción histórica de la Europa de los siglos XIV al XVI – la construcción del estado como obra de arte y el descubrimiento del individualismo – la palabra-concepto de Wiedergeburt de la Antigüedad aparece asociada a la cultura del período en el comienzo del capítulo sobre el “nuevo surgimiento [o despertar] de la Antigüedad” (Die Wiedererwekung des Altertums). En rigor de verdad, hay sólo una segunda aparición del Wiedergeburt dos páginas más adelante, para señalar que el Renacimiento (die Renaissance) no consistió en una imitación ni recolección de fragmentos del pasado sino en el proceso del nuevo nacimiento, in toto, de un mundo significante y complejo del pasado. Al preguntarnos si acaso la palabra Nachleben se encuentra en el texto de Burckhardt, la encontramos como un verbo una sola vez en todo al libro.

Cuando se describe el entusiasmo de Alfonso el Magnánimo frente a la Antigüedad, provocado por la impresión que su espíritu recibió de la vista de las imágenes y la lectura de los textos del pasado romano, durante su primer viaje a Italia a la conquista del reino de Nápoles, Burckhardt escribe: “die antike Welt […] einen großen, überwältigenden Eindruck machte, welchem er nun nachleben mußte [el mundo antiguo […] le causó una profunda y abrumadora impresión, que ahora debía revivir]”. Es decir que la experiencia italiana, anticuaria y literaria clásica, había obligado al rey a buscar la supervivencia de ese estado de ánimo. Con lo cual, podemos desembocar en el uso esporádico, pero poderoso, que Warburg hizo del sustantivo das Nachleben en sus textos impresos (por ejemplo, en el ya citado ensayo sobre los frescos de Schifanoia). Y, sin embargo, tal como dijo Carlo Ginzburg en su reveladora investigación sobre la palabra y el concepto de Pathosformel – publicado en 2013 en el volumen Tre figure. Achille, Meleagro, Cristo (Milano 2013) – Nachleben sigue siendo una noción esotérica. Por el contrario, ese análisis genético y filológico que Ginzburg hizo de la Pathosformel nos permitió definir y precisar mejor la categoría de la “fórmula de pathos”. No creo que yo pueda lograr, ni de lejos, algo parecido con das Nachleben.

AN, BP | Por otro lado, y volviendo a la pregunta sobre el posible impacto personal de la obra de Warburg… en sus textos Enciclopedia B S y Excesos lectores, se entrelaza la autobiografía con la historiografía. ¿Considera que todo gesto interpretativo es, en algún punto, autobiográfico? ¿Qué nos dice esto de la hermenéutica sobre Warburg? 

JEB | Si tenemos en cuenta que, desde los orígenes de la sistematización de la hermenéutica en la Alemania de finales del siglo XVII, esa disciplina imponía la convergencia de tres subtilitates, explicandi, intelligendi y applicandi, a pesar de los esfuerzos que hizo el pensamiento del siglo XX (los teóricos de la recepción especialmente) por neutralizar la subtilitas applicandi, esta regresa siempre a la palestra. Me parece bueno aceptarla al mismo tiempo que nos referimos explícitamente a su presencia y la mantenemos a raya, con el fin de minimizar todo lo posible nuestras interferencias de observadores de lo real en las huellas del pasado. Por lo tanto, en la instancia de la sutileza de la aplicación, no puede sino tratarse de nuestras vidas y, entonces, asoma el impulso autobiográfico. No lo escamotemos, manifestémoslo caute, midámonos con él e incorporémoslo a nuestro hacer para conocernos mejor y consolidar nuestro esfuerzo ético a la par que intelectual. Pues, precisamente, la vida y la historia académica de Warburg constituyen un ejemplo dramático de la imposibilidad de una hermenéutica desligada de la existencia social, política y espiritual del hermeneuta. Los historiadores no podemos escapar al vaivén de nuestro recorrido entre los monstruos y las esferas. De todas formas, a partir de 1914, el caso de Warburg fue radical respecto del entrecruzamiento de sus dilemas personales y sus proyectos intelectuales, a pesar de los esfuerzos que haría a posteriori Ernst Gombrich, quien sigue siendo para mí su mayor biógrafo, en el empeño de separar el drama de su locura de las ideas de Aby posteriores a 1924 o de los vericuetos tan complejos e irresueltos del programa Mnemosyne.

En tal sentido, entiendo que abordajes inesperados de la obra de Warburg despuntan en los últimos estudios de Bredekamp acerca de la presencia de la arqueología americana en las investigaciones de Aby, desde el impacto y la intensidad de sus jornadas en California, Colorado, Arizona y Nuevo Méjico en 1896, luego durante un “período intermedio” de presunto apagamiento del interés por la etnología del Nuevo Mundo, hasta llegar a la conferencia sobre el ritual de la serpiente, pronunciada el 21 de abril de 1923 en Kreuzlingen, y finalmente proseguir a través de un nuevo despertar de su atención por las culturas originarias de América entre 1926 y el año de su muerte. En realidad, el bello libro de Bredekamp, Aby Warburg, der Indianer: Berliner Erkundungen einer liberalen Ethnologie (Berlin 2019), aún no traducido al castellano, ha demostrado que nuestro hombre nunca dejó de mirar hacia la antigüedad americana, al punto de plantearse seriamente en los últimos años de su vida un regreso a los EE. UU, con el objeto de continuar la experiencia interrumpida de 1895-1896.

AN, BP | En esos mismos años (1980/1990), se vivió un momento intenso en la difusión del pensamiento de Aby Warburg. Fue un momento, quizás irrepetible, en la formación de una segunda constelación warburgiana… Se produjeron los primeros estudios que, por el carácter inacabado de la obra de Warburg, pasaron a convertirse, poco después, en una suerte de fuentes primarias para las siguientes generaciones… Su obra es también una de esas obras pioneras que nos acercaron el pensamiento de Warburg a través de un encomiable recorrido por sus herederos… Su libro Historia, arte, cultura de Aby Warburg a Carlo Ginzburg constituyó una piedra de toque para comprender el pensamiento de Warburg… ¿cómo surgió este ambicioso proyecto? ¿cómo recuerda el proceso de elaboración? ¿qué significó para su comprensión del pensamiento warburguiano y qué impacto posterior tuvo en su obra (especialmente marcada, quizás, por el concepto de Pathosformel)?

JEB | Pienso en, por ejemplo, Philippe-Alain Michaud y los alemanes Horst Bredekamp, Hans Belting y Uwe Fleckner. Los cuatro scholars tienen un conocimiento sólido de los manuscritos de Warburg, conservados en el Instituto, y han integrado con éxito al gran corpus de los años veinte y treinta esas fuentes de desciframiento complicado en cuanto a la escritura, amén de fragmentarias e incompletas debido a la forma de trabajar de nuestro personaje. Mientras que, en Michaud y Fleckner, me atrevería a decir prevalece el punto de vista histórico, creo que, en Bredekamp y Belting, es clara la preferencia por la morfología más allá de la historia. No olvidemos que la obra más importante de Belting tal vez sea la colección de ensayos, editada como una Antropología del arte. Señalé anteriormente la centralidad que, según el retrato de un Warburg indígena presentado por Bredekamp en 2019, tuvo la etnología en el pensamiento y la investigación empírica de Aby.

Y Fleckner, en sus bellos textos editados entre 2019 y 2020, traducidos al español en conjunto por Felisa Santos y publicados en Argentina en un solo volumen, En lucha por el espacio del pensamiento. Aby Warburg y el poder de las imágenes (Buenos Aires 2020), introdujo el registro de estereotipos presentes ya en las fotografías del viaje de 1896 a partir de un análisis estructural de esos materiales. Claro que Warburg no había alcanzado a descubrir los estereotipos vivos ni a formular una conciencia real de ellos, que le permitiese escribir sobre la experiencia del Otro en la época de su viaje. Sólo habría logrado dar ese paso a partir de la confrontación de lo vivido en el Oeste norteamericano con su experiencia psicopática en Kreuzlingen. Fleckner enmarcó todo ese proceso de treinta años en la busca de una lucha antropológica y, en última instancia, histórica por la creación y dilatación de los espacios del pensar. El fenómeno constante y siempre transfigurado de semejante esfuerzo no podía sino asumir la dificultad persistente y desprendida del hecho de que el combate se realizaba en el campo del arte, donde somos siempre arrebatados por el Denkraum y por el ser, al menos momentáneamente en medio de nuestro empeño racional y científico. Me pareció entonces que Lévi-Strauss se hermanaba con Warburg (aún no pude encontrar pruebas materiales de un acercamiento del antropólogo francés a nuestro historiador alemán del arte) y lo hacía en la experiencia binaria del arrebato y del regreso a alguna forma de la racionalidad que nos impone la experiencia estética. Imagen, cuento, mito, obra musical nos separan del tiempo cotidiano para colocarnos en un tiempo que quisiéramos no tuviese fin. Y, cuando llegamos al instante terminal, cobramos conciencia de que aún el deleite estético de la imagen, del relato y de la música, que pretendíamos infinito para solaz de nuestros sentimientos de fraternidad humana, es precario y debe disolverse. Claro que si la imagen, el cuento o la música nos han modificado para bien ha sido porque la lección fue estupenda. Cobramos conciencia de que nuestra empresa común es la de enfrentar y aceptar, con humildad y fascinación, que somos criaturas tironeadas por el dilema irresoluble de Hamlet. A propósito de esa posición binaria fundamental, Claude Lévi-Strauss escribió, en El hombre desnudo, “una de las más bellas páginas de la literatura francesa del siglo XX” (véanse Jean-Jacques Nattiez, Mito, ópera y vanguardias. La música en la obra de Claude Lévi-Strauss, Buenos Aires 2013), totalmente comparable al pathos de las últimas frases de la conferencia de Kreuzlingen:

Al ser humano no le es dado escoger entre el ser y el no ser. Un esfuerzo mental consustancial con su historia, que sólo cesará con su desaparición de la escena del universo, le impone asumir las dos evidencias contradictorias que dinamizan su pensamiento y, para neutralizar esta oposición, engendra una serie ilimitada de distinciones binarias que sólo logran, a escala cada vez más reducida, reproducir y perpetuar esta antinomia primera sin lograr resolverla jamás: realidad del ser, […] pero, a la vez, realidad del no ser, cuya intuición lo acompaña de forma indisoluble. Incumbe al hombre vivir y luchar, pensar y creer, mantener sobre todo el coraje sin olvidar jamás la certeza adversa de que no se encontraba presente en otro momento sobre la Tierra, de que no lo estará siempre y de que, con su desaparición ineluctable de la superficie de un planeta también destinado a la muerte, sus labores, penas, alegrías, esperanzas y obras desaparecerán como si nunca hubieran existido.

A decir verdad, acerca de este acercamiento entre Warburg y Lévi-Strauss, aunque creí que me pertenecía, no es así. Nunca descubro la pólvora. Un joven lingüista argentino, Cristian Palacios, escribió ya en 2018 un artículo esclarecedor sobre la confluencia (involuntaria quizás) de ambos pensadores: Transformaciones y supervivencias. Notas sobre el problema de la transposición intersemiótica. Pero Fleckner encontró que Warburg había regresado al horizonte de la Aufklärung tras recibir, en julio de 1924, la noticia de la muerte de Franz Boll, autor de Sphera, un libro de 1903 fundamental para la historia de la astronomía y la astrología en la Antigüedad. Nuestro Aby planeó entonces un homenaje a su admirado erudito, en abril de 1925 en el Instituto, y preparó una conferencia donde volvió por sus fueros la historia del Denkraum abierto por el espíritu científico. Acoto que la edición de esa conferencia, por parte de Davide Stimilli y Claudia Wedepohl y traducida por Joaquín Chamorro Mielke, Per monstra ad sphaeram. Terror y armonía de las esferas, (México/Madrid 2022) es simplemente una obra excepcional de edición y comentarios. Por su parte, Fleckner reforzó la idea de un regreso de Warburg a la confianza en la Ilustración, en el estupendo capítulo de su libro de 2020, consagrado al último proyecto educativo de Aby: el Kosmologikon del Planetario de Hamburgo en 1929. Con un pie en el estribo, me permito aconsejar otro regreso de nuestra parte, meditado y destilado a través de las fogatas posmodernas de los últimos treinta años, hacia la biografía monumental escrita por Ernst Gombrich en 1970.

AN, BP | La tardía circulación de los ensayos de Warburg contrasta con la circulación más temprana y profusa de sus continuadores (especialmente Erwin Panofsky o Ernst Gombrich). ¿Recuerda, de alguna forma concreta, esa irrupción del pensamiento warburguiano gracias a los trabajos de Ciocchini? A su vez, es interesante el preciso recorrido que realiza en su libro a través de distintos herederos de Warburg… El libro es también ambicioso en su Apéndice con, por ejemplo, el maravilloso ensayo de juventud de Ciocchini sobre las sirenas, con el final analizando a Odiseo; las cartas de René Char o la carta que Cassirer envía a Warburg en 1926. Estos textos conforman un Apéndice absolutamente heterogéneo… ¿De qué forma seleccionó este Apéndice que acompaña, de manera matérica, el viaje de Warburg a Ginzburg?

JEB | Confiteor. Me aproveché del apéndice para lograr tres o cuatro cosas. La primera, traducir y poner al alcance del lector dos fragmentos de ensayos de Warburg, publicados ya en los Gesammelte Schriften de 1932. Me pareció que se trata de dos pasajes en los que se advierte la combinación de la complejidad y polimorfismo de sus investigaciones, así como su compromiso con las Luces. La segunda, agregar dos alusiones a los dos proyectos mayores en la vida intelectual de Warburg: 1) el proyecto Mnemosyne, sumariamente descripto por Aby, y 2) la biblioteca que fue y es base del Instituto, presentada en una carta de agradecimiento del filósofo Ernst Cassirer (nada menos) al propio sabio. La tercera, manifestar la conciencia del legado inmenso y variopinto de uno de mis maestros, el agradecimiento y la admiración que siento por Ciocchini. Sentí la necesidad de ensanchar la perspectiva de su figura, dar lugar a un pequeño trabajo en los principios de su carrera y descubrir el vínculo de amistad profunda que lo unió a René Char. La última cuestión se refiere a otra deuda enorme que siento hacia mi profesor en la Università degli Studi di Firenze, Carlo Del Bravo; a pesar de sus resistencias a una clasificación que pudiera encerrar y encapsular el propósito de sus investigaciones, tan personales y al mismo tiempo tan bien enraizadas en las fuentes artísticas y literarias. A pesar de ello, insisto, desde que lo conocí en 1979 y asistí a sus clases, tanto sobre los temas especiales desarrollados en la cátedra, cuanto a las sesiones deslumbrantes de “Atribuciones”, pensé que, para mi gobierno, debía vincular sus trabajos con alguna de las corrientes principales de la historiografía del arte. Y así ocurrió que la única asociación posible que me pareció pertinente, debido a la densidad de sus redes de textos e imágenes, de comitentes, poetas y pintores, de parentescos filosóficos entre los artistas modernos y los pensadores de la Antigüedad o los teólogos de la tradición cristiana, era la que lo ligaba a otros análisis y descripciones densas como las practicadas por Warburg y sus enormes epígonos, desde Panofsky y Gombrich hasta Paolo Rossi y Carlo Ginzburg. De todos modos, también me pareció que el Breve comentario sobre la cúpula de la Sixtina, escrito por Del Bravo debía ser accesible al público hispanohablante.

AN, BP | En su trabajo sobre Warburg, Panofsky y Ginzburg, en varios momentos ha deslizado críticas al cientificismo visual. ¿Qué lugar tienen entonces para usted las capas de interpretación o incluso el error en su propio método de trabajo?

JEB | Si bien es muy cierto que el cientificismo visual se me aparece como un campo limitado e insuficiente a la hora de pretender un fundamento inatacable o indestructible para los estudios sobre las artes figurativas, también es cierto que un conocimiento histórico de bases racionales, empíricas y, al mismo tiempo, atentas al horizonte emocional de los seres humanos no puede sino proponerse un objetivo, muy difícil de conseguir por cierto: el ir más allá de lo visual, pero sin desprenderse de tal experiencia de la sensibilidad humana, aún en el caso de que los significados, deducidos de la praxis de la investigación semiótica e histórica, puedan poner en duda la validez no sólo cognitiva sino ontológica, ética y axiológica del ejercicio de la visión. Desde el punto de vista de los estratos de la interpretación, es posible que debamos ejercer sobre cada uno de ellos el control de los demás, del psicológico sobre el visual primario, del histórico sobre el psicológico y viceversa, del lingüístico y semiótico sobre los anteriores y, también, viceversa. Ante la demostración del error, por general que este sea, hay que buscar el estrato donde se ha manifestado con mayor fuerza, explorar si la conexión con otros estratos perdura, se atenúa o bien desaparece. Se necesita entonces replantear toda la interpretación y repetir las operaciones a partir del o de los estratos libres o bien más alejados del error. Tengo ejemplos personales de ocurrencias como esas, sobre todo en el campo de las atribuciones de pinturas y dibujos, en las que la interpretación histórica y contextual me alejó de la atribución correcta y me llevó asimismo a una sobreinterpretación ridícula de los significados. El color rojo de la cabellera del Muchacho que sostiene un dibujo infantil, cuadro asignado a Giovanni Francesco Caroto, hoy en el Museo di Castelvecchio en Verona, me indujo a pensar que aquel detalle podía tener algún vínculo con el hecho frecuente de que, en la poesía satírica del siglo XVI, se tuviera ese color del pelo como característico de los demonios. Me había olvidado de que el pintor había nacido como Giovanni Francesco Baschi y había modificado su apellido paterno por el nombre Caroto en el registro censal de Verona. De lo cual resulta más sencillo proponer que su nuevo apellido aludía al color de su cabello y que el retrato del niño dibujante no era más que un autorretrato desplazado en el tiempo. El cuadro lo mostraba en su época de aprendiz del arte, orgulloso al exhibir el esquema, algo grotesco y torpe, de un ser humano dibujado.

AN, BP | En 2005 se publica en Akal, la traducción española de El Renacimiento del Paganismo, ¿cambió de alguna forma la recepción de Warburg?

JEB | La salida de la edición de Akal fue un hecho que los pocos warburguianos que “en la Argentina han sido” festejamos todavía, aunque hayan pasado veinte años. La traducción, las referencias editoriales al original, los paratextos de Kurt Forster y Felipe Pereda, las imágenes intercaladas según corresponde, han hecho de ese libro una suerte de vademécum permanente para quienes estudiamos la obra de Warburg y pretendemos aplicar sus ideas y métodos a nuestros propios trabajos sobre la historia y la antropología del arte de las épocas más variadas, o bien discurrir acerca de la que podríamos llamar la teoría del conocimiento explícita e implícita en ese corpus. La edición del Atlas Menmosyne y de los textos tardíos de nuestro Hamburgués (1925-1929) por parte de Akal en 2010 significó la disponibilidad de otros hitos fundamentales en el camino del conocimiento de la obra, el pensamiento y el método de Aby Warburg en el mundo de habla hispánica.

AN, BP | Siguiendo con la edición del Atlas Mnemosyne en 2010… ¿marcó un nuevo momento la publicación del Atlas? Argentina es, según creo, uno de los pocos países hispanohablantes que, de forma pionera, tenía ya lo que podemos denominar como un “grupo warburguiano”… En este sentido, me interesa ahondar en la formación de ese grupúsculo en la Argentina desde los años ’90… ¿Existe para usted una tradición o mejor dicho una escuela warburgiana (o varias) en Latinoamérica? ¿Cuáles serían, precisamente, sus avances teóricos más significativos?

JEB | Quisiera recalcar el sentido de reivindicación civilizatoria que animó al grupo Hermáthena, cuando los argentinos salíamos a tientas del túnel oscuro de la dictadura militar y de la derrota en la Guerra de las Malvinas. Traer a Warburg al centro de nuestra escena, aunque fuese algo pequeño y limitado al protagonismo de unos pocos filólogos e historiadores del arte, en aquel momento en el que la angustia y la muerte de tantos jóvenes nos había trasladado a una sima de la historia argentina, la operación de filia y estudio introdujo un momento de gran esperanza entre nosotros. La tragedia personal de Ciocchini y su valentía al seguir su vida de gran scholar, de iluminación ética de una juventud desorientada por el dolor y la desaparición de tantos de sus iguales, era para los incipientes warburguianos una suerte de espejo en el cual descubrir nuestras heridas, nuestras responsabilidades y asumir lo que una justicia colectiva exigía de nosotros. Digamos que tal espejo nos enviaba también la imagen de Aby Warburg, acosado por los desgarramientos personales y sociales, producto de la Gran Guerra, capaz de sobreponerse a sus demonios íntimos y concebir el camino arduo de la regeneración por medio del saber histórico y la indagación del arte, a partir de su exterioridad aparente y de su intimidad polarizada como epítome de la condición humana.

Respondiendo a su segunda pregunta: definitivamente sí, existen varias líneas warburguianas en la scholarship latinoamericana. Me atrevería a decir que, si consideramos que la iconología de Panofsky fue una derivación de las enseñanzas que trajo consigo la organización de la Biblioteca Warburg, desde los años ’60 ha existido en Latinoamérica una muy robusta escuela iconológica a la cual podríamos considerar presente, si bien algo fantasmal y parcial en verdad, de la teoría warburguiana del arte y la cultura. El punto de partida fue un artículo del peruano Francisco Statsny, publicado en 1965 en la revista “Letras” de la Universidad de San Marcos. Su título da idea del punto de inflexión que produjo ese texto en la historiografía latinoamericana del arte: “Estilo y motivos en el estudio iconográfico. Ensayo en la metodología de la historia del arte”. No es casual que el “Journal” del Warburg y del Courtauld publicara, en 1983, un trabajo iconológico de Statsny, La Universidad como claustro, vergel y árbol de la ciencia. Una invención iconográfica en la Universidad del Cuzco. No abrigo dudas de que el producto latinoamericano más alto y elaborado de la iconología que cultivaron el tándem Panofsky-Gombrich y sus discípulos fue el libro incomparable de la boliviana Teresa Gisbert, Iconografía y mitos indígenas en el arte (La Paz 1980). Pocos textos han tenido una recepción tan vasta en la historiografía artística de nuestro subcontinente. Gisbert presentó allí pruebas contundentes del mestizaje cultural alcanzado en el arte de los Andes a partir del año 1600, una mezcla que se traducía tanto en el plano de la recreación iconográfica cuanto en la adopción de técnicas prehispánicas y en el reconocimiento de la excelencia estética que podían alcanzar los artistas indígenas. Los esfuerzos principales de Gisbert se dirigieron al primer punto de la inventiva en torno a temas cristianos, a alegorías y símbolos vinculados con la monarquía incaica y a las representaciones de los hechos de la conquista de América, pintadas por y para los indios sometidos. La Virgen del Cerro, un lienzo del siglo XVII que hoy se encuentra en la Casa de la Moneda en Potosí, es un caso extraordinario de asimilación entre la Virgen cristiana y la Pachamama, pues la cabeza y las manos de María aparecen desprendiéndose de la silueta y de la masa del Cerro argentífero de Potosí. Por otra parte, Gisbert registró Adoraciones de los Reyes de la pintura andina en las que el Inca fue incorporado a la Epifanía en veste de cuarto rey mago; este recurso daba solución al gran rebus de cómo la humanidad americana había estado presente in spiritu en el momento de la manifestación de Jesús ante el mundo entero, dado que Europa, Asia y África, las partes del Viejo Mundo, habían concurrido a Belén en las personas de Gaspar, Melchor y Baltasar y así los había retratado la tradición plástica europea. También en la pintura del siglo XVIII y de los primeros tiempos de la Independencia, Teresa descubrió grandes alegorías en las que la dinastía incaica se unía a la Casa de España y se fundía con ella para gobernar el Imperio colonial, al mismo tiempo que reveló de qué modo, mediante el reemplazo del monarca de Castilla por la figura de Bolívar, tales cuadros políticos se adaptaron a las exigencias de legitimación de los nuevos estados americanos a partir de la Independencia. Gisbert no abandonó nunca más la búsqueda de innovaciones iconográficas que hubieran protagonizado los artistas sudamericanos en los sistemas cristianos y políticos de la representación, propios del arte de Occidente. Eso hizo en su bello libro acerca de las figuraciones andinas del Paraíso como la floresta donde habitan los pájaros parlantes, que pueblan los fondos de la pintura cuzqueña a partir del siglo XVII (El Paraíso de los Pájaros Parlantes. La imagen del otro en la cultura andina, La Paz 1999). Eso mismo hizo al ocuparse de los infiernos y las postrimerías pintadas en el Alto Perú y descubrir en semejantes cuadros una descripción visual inédita de los pecados indígenas, que coloca el problema de la idolatría en el centro de toda la experiencia religiosa del cristianismo andino (El cielo y el infierno en el mundo virreinal del sur andino, La Paz 2010).

Recordemos que uno de los casos más intrigantes de la iconografía colonial de Hispanoamérica es el de los llamados “arcángeles arcabuceros”. El tópos, muy presente en la pintura cuzqueña y altoperuana entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII, se desplegó en largas series de entre seis y diez criaturas celestes aladas, que visten trajes de etiqueta comunes en la Europa de Luis XIV, manipulan arcabuces, los apoyan sobre un hombro, apuntan con ellos hacia arriba del cuadro y les cargan la pólvora. Es común que esos escuadrones incluyan un abanderado y un tambor y que los designen nombres salidos de la tradición hebrea, inscriptos en la parte inferior de las telas, pero lo que define y separa a esos conjuntos de cuanto modelo europeo se haya indagado es definitivamente el arma de fuego que blanden los personajes. En procura de la solución del enigma, el historiador peruano Ramón Mujica Pinilla produjo un libro notable, Ángeles apócrifos en la América virreinal (Lima/México 1992), que situó la iconografía de esos arcángeles en una dimensión nueva, rica de alusiones posibles y verificables a inmensas cuestiones de la filosofía del Renacimiento y del Barroco europeos, densa de significados teológicos y muy consciente de las persistencias religiosas del mundo andino anterior a la conquista en los siglos XVII y XVIII. Uno de los puntos que más ha llamado la atención de los investigadores ha sido el de los nombres de los ángeles. Los que figuran escritos en las series alto peruanas no sólo dan por sentada la canonicidad de los siete arcángeles de Palermo, lo cual va más allá de los cuatro aceptados por la Escritura – Miguel, Rafael, Gabriel, Uriel – sino que exceden ese mismo número de siete y agregan denominaciones completamente heterodoxas. Mujica Pinilla ha expuesto, en primer lugar, los vínculos que unieron al beato Amadeo, místico franciscano de fines del siglo XV quien, en su Apocalipsis Nova, propiciaba el culto de dulía a los siete de Palermo, con la expectativa de la llegada de un papa angélico y la misión posterior de la Compañía de Jesús. Ramón descubrió un texto, escrito por el jesuita Andrés Serrano y publicado en México en 1699, acerca de la validez y necesidad de la devoción que debería prestarse a aquellos “siete Príncipes asistentes al Trono de Dios”. El libro provee visiones y argumentos sobre el culto angélico, que muy bien podrían haber sido moneda corriente en los círculos jesuitas de toda América y proporcionar el fundamento teológico principal para la creación de las series de Arcabuceros. A ello, Mujica Pinilla sumó el peso que la tradición neoplatónica tuvo en la astronomía mística y angélica elaborada por los intelectuales de la Compañía en el siglo XVII, un factor que daría cuenta del aumento del número de criaturas celestes y de sus nombres en los cuadros de que tratamos. Sin embargo, la clave de bóveda de todo el análisis iconológico de nuestro autor se ubicó en la aproximación identificatoria o la asimilación entre la creencia cristiana en los arcángeles y la creencia andina prehispánica en el poder de los seres alados que asistían a los guerreros en las batallas.

Entretanto, el argentino Roberto Casazza trabajaba en el Instituto sobre su tesis de maestría acerca del tópos de la Voluntas en la iconografía europea del Renacimiento. El trabajo fue presentado y aprobado en septiembre de 1995. Su título, Iconología de la iconografía medieval y renacentista de la Voluntas, nos sitúa de inmediato en la perspectiva que define la tesis: Casazza descubre y construye un repertorio de las alegorías e imágenes simbólicas con las que se representó la facultad de la Voluntas, desde los manuscritos del siglo XII hasta los tratados de Bocchi, Ripa y las ilustraciones en los libros editados de los trabajos filosóficos y eruditos de Jacob Boehme y Robert Fludd en el siglo XVII. A partir de una clasificación detallada del corpus, fundada en los atributos, los gestos de las figuras simbólicas y en las escenas donde ellas están representadas junto a las alegorías de otras facultades del espíritu, nuestro joven autor volvió a los conceptos de la Voluntas que elaboró la tradición de la ética, de la metafísica y de la poesía, desde Aristóteles y los poetas greco-latinos, más tarde san Agustín y los escolásticos, hasta los neoplatónicos del Renacimiento. Regresó a tales nociones para precisarlas y expandirlas según una taxonomía inédita, basada en el análisis iconográfico, que distingue cuatro aspectos bien diferenciados de la Voluntas: su identificación con la Providencia y la voluntad divina, su carácter de facultad del alma por la que ésta aspira a elevarse, su naturaleza de fuente de toda actividad espiritual y, finalmente, el ser ella el locus donde ocurre el proceso de las elecciones éticas. Es decir que el campo de las imágenes proveyó a Casazza de los instrumentos necesarios para ordenar, comprender y sistematizar la historia filosófica de una idea fundamental de la ciencia de la psique humana, la voluntad, hasta el advenimiento de la psicología experimental y del psicoanálisis en el filo del siglo XX. Sospecho que estamos en presencia de uno de los mejores ensayos de superación de lo iconográfico por lo iconológico. El sentido del itinerario que va de las imágenes hacia la filosofía y la psicología profunda en la obra de Casazza es el que Warburg y Panofsky postulaban.

Por fin, me animaría a decir que, en 2005, apareció en México una obra que ya podemos ubicar en uno de los núcleos principales de la producción directamente vinculada, sin intermediaciones de escuela, a la obra de Aby Warburg. No andaría muy errado el decir que, en el origen del interés de los historiadores de las ideas por las artes memorandi desde la Antigüedad hasta el período barroco, se encuentran las exploraciones que Warburg hizo de la cuestión psicológica de la memoria individual y colectiva, cuando buscó encontrar una base vital (biológica) al proceso de fijación y transmisión de las fórmulas patéticas que componen el repertorio fundamental de la experiencia sensible y artística de una civilización. Aby halló esa clave de bóveda en el concepto de “engrama” o huella energética que lo vivido deja en la memoria de un individuo o de una comunidad. Él mismo extrajo la noción de la obra del psicólogo Richard Semon, Die Mneme (Leipzig 1908). De tales indagaciones se derivó más tarde el proyecto Mnemosyne y, de las necesidades que éste impuso al desarrollo de la mayor cantidad de conocimientos posibles sobre la cultura y los saberes del Renacimiento, se desprendió, tras la Segunda Guerra Mundial, el programa historiográfico de Frances Yates y de Paolo Rossi sobre el cultivo de las artes de la memoria en la tradición clásica y en los comienzos del mundo moderno. Pues bien, en un libro de erudición rica, originalidad notable en las operaciones de entretejido de las fuentes y potencia imaginativa aplicada al hallazgo de correspondencias entre textos e imágenes, la historiadora mexicana Linda Báez Rubí ha desandado en buena medida ese camino. En primer lugar, Báez Rubi analizó los procesos de formación de dispositivos mnemotécnicos e ideas sobre las capacidades cognitivas y creadoras de la facultad mental de la memoria en la obra de Ramón Llull; examinó luego los mecanismos de transmisión de ese lullismo a la teoría y práctica de la retórica en el siglo XVI, sobre todo al texto Rhetorica christiana, publicado por el fraile mexicano Diego de Valadés en 1579 con el propósito de exponer los métodos de enseñanza de la doctrina cristiana a los catecúmenos de la Nueva España. Nuestra colega ha descubierto el papel central que tuvo en la conversión masiva de indígenas el trabajo de los misioneros con diagramas e imágenes, recursos visuales que apelaban singularmente a una activación de la memoria entre los destinatarios de la prédica. En este punto de su investigación, la doctora Báez Rubí incorporó a su bagaje la cuestión de los engramas que Warburg utilizó para explicar los medios de definición y comunicación de las formas significantes y emotivas en un horizonte civilizatorio a través del tiempo. En el caso de la Rhetorica de Valadés, los dichos engramas eran los núcleos o elementos iconográficos fundamentales, hechos de personajes, ademanes y posturas, derivados del gran corpus gráfico producido por los talleres flamencos de grabado y destinados a transmitir con fuerza y claridad la fe evangélica a las poblaciones aborígenes de México. Linda ha demostrado cómo los ciclos de pinturas murales en los conventos de agustinos y franciscanos en la Nueva España de los siglos XVI y XVII pueden entenderse a modo de artefactos monumentales de aquel ars memorandi cuya finalidad consistía en explicar e inculcar el dogma cristiano en la mente de millones de seres humanos incorporados al dominio económico, técnico e intelectual de los europeos tras la conquista de Mesoamérica. El éxito de la mnemotecnia en la Nueva España tal vez se haya asentado en el hecho de que las artes de la memoria, mucho más que los sistemas de escritura, fueran los instrumentos de la transmisión cultural comunes a los pueblos americanos, desde las grandes planicies de América del Norte hasta los Andes Centrales, según lo que han demostrado recientemente los trabajos esclarecedores del antropólogo Carlo Severi, El sendero y la voz, Una antropología de la memoria (Buenos Aires 2010), traducción de la edición original en italiano, publicada en 2004.

AN, BP | El año 2019 señala un momento fundamental en el Warburg ‘argentino’ con la exposición que se realiza en el Museo Nacional de Bellas Artes. ¿Cómo germina esta idea? Nos interesa, además, la idea, novedosa, de una exposición que piensa con Warburg, a través de su pensamiento e intenta ilustrar, poner en imágenes, su pensamiento. A su vez, ¿qué supuso el congreso de 2019, realizado en el marco de la exposición, para los estudios warburguianos en la Argentina?

JEB | La idea de la exposición salió de la experiencia docente universitaria pues, en mi caso, siempre me las ingenié para hacer que se incluyese un capítulo warburguiano en los programas semestrales de casi veinte años. He de decir que los estudiantes solían entusiasmarse con las herramientas conceptuales y metodológicas que les proporcionaba la teoría general de la cultura, deducible de los ensayos de Warburg y de su proyecto Mnemosyne, amén de la exposición en la primera mitad del libro escrito por Georges Didi-Huberman, La imagen superviviente (Madrid 2009, edición original Paris 2002). Existió siempre un pedido de los alumnos para realizar, según el modelo del Atlas, un panel sobre un tema concreto de la historia cultural (justamente, la que se desenvolvía en cada curso de la materia “Problemas de historia cultural”, a mi cargo en la Universidad Nacional de San Martín). Tras varios años de realizar el experimento educativo sobre la base de la exploración en las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, en el Museo Nacional de Arte Decorativo, en el antiguo Museo de Calcos para la enseñanza del dibujo, decantaron cinco grandes temas: La ninfa, por supuesto, El héroe, La serpiente y la magia, El cielo estrellado y La distancia y la memoria. Así nació, en 2017, el proyecto de una exposición sobre “La teoría artística de Aby Warburg. Ninfas, serpientes, constelaciones” (Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 12 abril – 1 septiembre 2019). Roberto Casazza, a la sazón investigador principal de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno y joven scholar del Instituto Warburg más de veinte años antes, concibió el proyecto de organizar, en paralelo a la muestra en el Museo de Bellas Artes, un congreso internacional sobre los estudios warburguianos en el mundo (“Simposio Internacional Warburg 2019”, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 8 – 13 abril 2019). Así fue cómo se reunió una pléyade de investigadores de las Américas, Europa e Israel en la ciudad de Buenos Aires, que atrajo también a muchos entusiastas locales y dio ocasión para un intercambio inédito de acercamientos a la obra de Warburg, de hallazgos sobre la irradiación de sus ideas, de debates alrededor de la vigencia poderosa de su figura intelectual y moral. Entre la exposición y el congreso, Buenos Aires fue por unos días la capital warburguiana del mundo.

Algunas imágenes de la exposición “La teoría artística de Aby Warburg. Ninfas, serpientes, constelaciones” (Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 12 abril – 1 septiembre 2019, comisariada por José Emilio Burucúa.

AN, BP | En la línea de una exposición con Warburg, es decir, sirviéndose de su pensamiento, me gustaría preguntarle sobre su libro La imagen y la risa que, en cierto sentido, es también una aplicación de método a través de la noción clave de Pathosformel en la que ya había ahondado en el libro De Aby Warburg a Ginzburg.

JEB | El libro es el resultado, incompleto me temo, de un intento de remitir una serie de imágenes cómicas, satíricas, burlescas al concepto de Pathosformel y examinar si el resultado es un cuadro coherente de fórmulas vinculadas al fenómeno de la risa. Encontré que no parece posible llegar a una sola Pathosformel que abarque la totalidad de los significantes de tal fenómeno, pero sí resulta viable y probablemente fértil desde el punto de vista de la historia toparse con tres formas de lo risible, al menos en el campo de la civilización euroatlántica moderna. De esas tres manifestaciones de la risa – la risa carnavalesca de la inversión, la risa satírica y crítica que incluye los ejercicios de ironía, la risa humorística que presenta una faz redentora, tal vez sublime – ensayé la derivación de dos Pathosformeln vinculadas a las dos primeras modalidades – la Pathosformel de la majestad invertida y la de la Anti-Ninfa – más una tercera asociada al humor que he llamado “de la convergencia imposible”.

AN, BP | Me interesa este concepto de la Anti-Ninfa… pero, ¿no cree que el concepto anti-Ninfa en realidad debería ser, según las exigencias del complejo personaje teórico en Warburg, algo más – quizás mucho más – que una representación femenina grotesca, es decir, antitética a la de la gracia?

JEB |Para contestar positivamente la pregunta, es decir, proponerme el ir más allá de la noción de Anti-Ninfa como una simple antítesis de la gracia casi consustancial de la Pathosformel de la Ninfa, debo recalcar, en primera instancia, que reconozco la necesidad y legitimidad de ampliar aquel concepto. Pero debo hacerlo evitando su inclusión o absorción en el fenómeno de la polaridad emocional y psicológicamente significante de la Pathosformel de la Ninfa. La Anti-Ninfa no debería de articularse con esta fórmula sino ser ella misma la denominación de una Pathosformel diferente, no asociada a la experiencia de la vida joven, ágil, graciosa y también frenética de muchachas o efebos, sino a la Erlebnis contrapuesta de una vida amenazada por la torpeza o descomposición de los movimientos, por la aproximación de la vejez u otros aspectos de la decadencia física y moral, por el esfuerzo inútil a la hora de recuperar una gracia física y un entusiasmo del alma que desaparecen. Dada la supremacía femenina de la Ninfa en la primera revelación de una Pathosformel en tanto categoría estético-histórica, herramienta privilegiada de una historia del arte capaz de dar cuenta de las formas miméticas, simbólicas y morales (otra manera ésta de calificar las imágenes y representaciones inductoras de la acción), parece conveniente plantearse la busca de una femenina Anti-Ninfa al explorar la Pathosformel correspondiente a la vivencia fundamental de la caducidad en nuestra civilización.

AN, BP | No querríamos terminar sin mencionar la figura del elefante, importante en su obra. La figura del elefante, en su lectura, condensa ciencia, exotismo, política y espectáculo. ¿Qué otras imágenes animales considera importantes para pensar la cultura occidental moderna? ¿Y en este caso latinoamericano? ¿No puede nacer precisamente de Latinoamérica una forma de cultura de la imagen diferente?

JEB | Bello final, inesperado, este referido a los animales. Para el occidente moderno, aunque parezca arcaico y paradójico, no podemos hacer a un lado el caballo, pero tampoco los osos, que desempeñaron un papel central en el imaginario del Medioevo y ahora nos atraen y aterrorizan en la América del Sur (el oso andino) o en la del Norte (el negro americano, el grizzly, el blanco polar). Por fin, aunque viva en el Asia, el tigre, el visto de lejos, en la jungla, en la nieve siberiana, en el circo y en sueños, convertido en metáfora ejemplar de la belleza y de su ferocidad por la poesía de Jorge Luis Borges. 

En Latinoamérica, si la anaconda monstruosa no puede aparecer más que como una exteriorización del mal incomprensible del mundo, el perezoso y el mono carayá son nuestra imagen refleja. Pero, respecto de una forma de la cultura de la imagen que pudiera desarrollarse y evolucionar en estas tierras, entiendo que la fundada en la hibridez de animales y seres humanos, central en la herencia del arte y las ideologías mexicanas y andinas, está agotada. Yo buscaría, en cambio, embriones del desideratum estético latinoamericano en la presencia directa, no mimética, de los materiales del arte: las varas plásticas del mimbre, las lanas magníficas de los tejidos, las tierras cocidas de colores extraordinarios, las plumas de las aves psitaciformes y de los colibríes.

AN, BP | Por último, nos gustaría rescatar la frase con la que comienza el catálogo de la exposición. Escribe: “Una exposición sobre Aby Warburg (1866-1929) en el Museo Nacional de Bellas Artes. ¿Por qué? Ante todo, no estamos solos”. ¿Cree que, ahora mismo, el estudio de Warburg continua? ¿Seguimos “sin estar solos”?

JEB | Sí, absolutamente, y creo necesario que el estudio de Warburg siga vivo, que nos propongamos planes de investigación prolongados sobre las categorías, los métodos, los altos fines de autoconocimiento de la especie y de conjura de nuestros miedos, cuya definición Aby parece haber tomado de Tito Vignoli, Además, los haría confluir con los miedos enumerados y confrontados a la libertad, en los términos usados por Franklin Roosevelt en un discurso famoso de 1941.       

English abstract

Through a wide-ranging interview, Argentine historian José Emilio Burucúa recounts his entry into Warburgian method thought via Héctor Ciocchini amid the trauma of the dictatorship and the formation of the Hermáthena circle. He revisits his early Spanish translations of Warburg and the philological stakes of rendering Nachleben, Pathosformel, and Denkraum, arguing for translation as a linguistic, cultural and temporal operation. In the interview Burucúa proposes a historically and affectively grounded method that goes beyond the visual while remaining anchored in it. He maps the reception of Warburg in the Spanish-speaking world – from the Akal editions to the 2019 Buenos Aires exhibition he curated.

keywords | Aby Warburg; Héctor Ciocchini; Hermáthena; Ernst Gombrich; Francisco Statsny; Teresa Gisbert; Museo Nacional de Bellas Artes.

Per citare questo articolo / To cite this article: A. Naval, B. Prieto (por), Las ciencias de Atenea y las artes de Hermes. Entrevista a José Emilio Burucúa, “La Rivista di Engramma” 227 (settembre 2025).